Había una vez un chico llamado Robin. Era un chico especial que tenía poderes pero no sabía usarlos y cada vez que le pasaba algo se asustaba de lo que le ocurría.
Su padre sabía de un mago que vivía en medio de un bosque muy negro donde nadie entraba por miedo a sus brujerías. Los árboles hablaban y las ramas intentaban atrapar a todo el que pasaba por ahí.
Pero al padre de Robin no le importaba pasar por ese bosque encantado para poder pedir consejo al brujo sobre su hijo. Al final del camino se encontró una vieja cabaña verde para que no se viera mucho y lo descubrieran.
Al entrar se encontró un viejito con una barba muy blanca que estaba preparando un brebaje en una larga mesa llena de tarros de hierbas naturales que el anciano recogía del bosque. Se sentaron en unos troncos que hacían las veces de sillas y le contó lo que le pasaba a su hijo era que predecía lo que iba a pasar, que movía objetos y muchas cosas más pero no sabía como dominarlas.
El brujo, después de pensarlo un rato, le dijo si estaba dispuesto a que Robin pasara un tiempo en su casa para él vigilarlo y enseñarle a controlar sus poderes. El padre estuvo de acuerdo y le dio a cambio una bolsita roja con tres monedas plateadas para los gastos de su hijo.
Al día siguiente a primera hora de la mañana ya estaba Robin de camino de la cabaña verde del brujo con un gran saco marrón lleno de sus cosas al hombro. El pobre iba con mucho miedo en lo que se iba a encontrar por el camino.
Al llegar a la cabaña lo recibió el anciano con una gran sonrisa y lo tranquilizo, le mostró donde iba a dormir y colocar sus cosas; sacó del saco una gran manta roja que le había hecho su madre para que no pasara frío y su ropa. Había llevado también unos frascos con hierbas que quería mostrar al brujo. Cuando terminó de colocar sus cosas el anciano le dio un cuenco con sopa de verduras para comer.
Se pasaron toda la tarde hablando de muchas cosas para conocerse mejor los dos y saber por donde empezaban al día siguiente, durmieron toda la noche y al amanecer los despertaron una vieja lechuza que estaba en un árbol al lado de la cabaña. Desayunaron otro cuenco de sopa y se pusieron manos a la obra mezclando bebedizos en una gran olla negra; de ella salía mucho humo que, al desaparecer, permitía ver su futuro en el fondo de la olla.
El viejo brujo le enseñó todo lo que el sabía; cómo combinar las clases de hierbas para curar enfermedades, mover objetos cuando él lo necesitara y enseñarle que no tenía que tener miedo cuando desconociera algunas cosas. Robin se marchó de la cabaña verde del anciano brujo con una gran sonrisa prometiéndole volver otra vez ya que no tenía miedo del oscuro camino.
Los padres de Robin lo recibieron con mucho cariño ya que lo habían extrañado y él les enseño lo que el brujo le había regalado: unos frascos con una tapa roja, amarilla, verde y azul. Cada uno contenía una crema para algunas enfermedades de la piel, además de unas raíces para hacer brebajes y poder ayudar a la gente del pueblo en sus enfermedades. Sus padres estaban muy orgullosos de él y, lo más importante: ya no tenía miedo de sus poderes gracias al viejo brujo de la cabaña verde del bosque embrujado.
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