Había una vez, en una alejada granja de la que cuyo nombre no puedo recordar, nació una noche un animal conocido desde ese instante como conerdo. Sí, una mezcla de cerdo y conejo. Era un animal pequeño y a primera vista se veía como un simple y pequeño conejo de color canela. Pero, en lugar de una naricita sonrosada, tenía un gran hocico de cerdo irrumpiendo en medio de su cabecita menuda. Además, donde supuestamente debería ir una linda colita tan suave como el algodón había una larga pero enroscada cola de cerdo. Esos dos pequeños detalles que lo distinguían del resto los demás lo veían como monstruosidades y lo apartaron. El conerdo creció en ese ambiente de hostilidad hacia él y cada vez tenía más ganas de ocultarse.
Un día caluroso de verano llegaron a la granja un niño y una niña a visitar a su dueño. Eran sus nietos y adoraban visitarlo en verano, cuando ya tenían unas largas vacaciones. El conerdo siempre se escondía cuando ellos venían, pues no quería asustarlos o que ellos también los despreciaran. Pero no fue así esa vez. La curiosa nieta encontró al animal y, muy distinto a los pensamientos del conerdo, lo adoró. Jugaba todo el tiempo con él, siendo así su preferido. El otro niño también se les acababa uniendo y se divertían los tres. Hasta le suplicaron a su abuelo poder llevárselo, algo que él aceptó al ver sus ganas. Así la vida del antes marginado conerdo pasó a ser llena de risas y emociones con los dos niños y los amigos que los visitaban.
Ellos veían algo que los animales de la granja no habían visto en él. Ellos vieron algo diferente y les pareció bonito. Y es que no todo lo diferente es feo y digno de ignorar u odiar, sino digno de admiración y atención.
Noelia (IES La Isleta)
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