Las campanas del gran gabinete se pierden en el bullicio de la ciudad; el tintineo es indiferente para la pareja de jóvenes que ha perdido, desde hace un rato, la noción del tiempo. Una mujer esbelta y cuidada ahoga en los adoquines de la plaza sus tacones de plataforma, mientras corre detrás de su hijo pequeño, subido a uno de los muros que rodean la fortaleza de la infancia. Apenas se percata de que su reloj de muñeca se le ha caído. Hasta el cielo sube el olor de la variedad, protegido por una lluvia tímida e insolente que ha salpicado las lentes de un anciano, que ha perdido la oportunidad de cruzar al otro lado de la calle. Para él, la curvatura del tiempo no es ya una preocupación. La gran bóveda se ha trasformado en una paleta divina de tonos azules y grises, y no apremia la llegada de la noche. Las palmeras aplauden, como sorprendidas, la cadencia de dos caminantes extranjeros cautivados por el entorno y por el sabor de unos besos de nicotina que se intercambian. Ajena al amor, deambula el cuerpo ajado de una muchacha, sombra de sí misma, que busca entre la multitud un motivo, o varios, para que su tiempo no se detenga. Una hilera de coches apurados rodea la plazoleta, cuyo corazón está tomado por una corte de renacuajos que ignoran el paso de las horas.
Los minutos laten de una forma diferente en cada rincón de la ciudad. Pero es común que entre latidos y campanadas, pase la vida.
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