Cuando la llamaron del hospital a las pocas horas de haber salido de él, notó cómo su corazón daba un vuelco. En la pantalla de su móvil inteligente leyó: “Marta”, la joven doctora a la que conocía de las dos veces anteriores en las que había estado ingresada para tratarse del cáncer que, con paciencia, logró vencer. Se le heló la sangre y apenas podía reaccionar. Pensaba que aquella mujer tenía los resultados de las pruebas médicas a las que un rato antes se había sometido, y con solo pensar en una recaída en la enfermedad, su cabeza se llenó de imágenes dolorosas en cuestión de segundos. Otra vez no podía ser, no estaba preparada para luchar de nuevo. Cuando por fin descolgó el aparato, tras cinco tonos interminables, escuchó la voz delicada de su amiga con una entonación firme, muy seria:
—María, ven al hospital. Tu hijo ha tenido un accidente de moto. Está grave.
Aquella frase le golpeó su vientre con una vehemencia desmedida y sintió cómo su respiración se cortaba. El teléfono se le cayó de las manos, que, como el resto del cuerpo, empezaban a temblar con ansiedad. Cayó rendida sobre el sillón, desorientada, y el mundo, al menos el suyo, se detuvo. Desde aquel instante deseó cambiar el destino aciago de su único hijo por el suyo, e imploró volver a sufrir el cáncer antes de que a él le pasara algo.
María, tan menuda, tan fortalecida por los golpes que había recibido a lo largo de sus cuarenta y siete años, supo entonces que si para algo no estaba preparada era para comprobar cómo aquel veinteañero perdía la vida; y que la opción ahora es la misma de antes: luchar. Ella estaba dispuesta a todo; también a preguntarle por qué a la vida. Su cuerpo ajado apenas mostraba los signos de la guerra y como una joven luchadora dio, quizá sin saberlo, el primero de muchos pasos en la que era, con toda probabilidad, una nueva batalla.
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