Daily Archives: 26 mayo, 2014

No sé por qué recuerdo…

No sé por qué recuerdo el día que fui a comer a casa de mi tía abuela. Era muy pequeño y mi padre me solía ir a recoger al Colegio Pueris a las dos los viernes y me llevaba a la nueva casa de mi Tía Sofía comer. Recuerdo que el primero era un plato de lentejas, en un plato hondo blanco, y que tenían un color marrón claro, no como chocolate, sino muy amable para la vista. Rememorando su sabor ahora me resultaría delicioso pero en ese momento no me gustaba, ahora recuerdo su sabor y me encantaría tener una cucharada en mi boca. Las lentejas eran suaves, aunque yo las repudiara en ese momento, pero con las verduras que las acompañaban estaban bañadas en un líquido aceitoso, que fluía entre ellas y arrastraba a alguna que otra cuando cogía una cucharada. No recuerdo muy bien su olor, pero era embriagante, de este tipo de aromas que a uno alimenta sin haber probado siquiera las lentejas. La mesa en la que estábamos sentados era blanca y cuadrada, pegada a la pared, disponible para tres ocupantes. Tía Sofía estaba fregando o haciendo otra cosa relacionada con la disciplina culinaria mientras su bastón la acompañaba de aquí para allá. No sé porqué recuerdo cuando llegaron sus nietas y yo, muy pequeño, me puse a jugar con ellas y me cogían y daban la vuelta, poniéndome boca abajo, como si hiciera el pino, luego me elevaban hasta la lámpara del techo y la figura de mi tía abuela, con el bastón en la mano, de espaldas a la ventana. Sofía es recriminaba la acción, diciéndoles que me bajaran de las alturas. No sé porqué lo recuerdo, me es un misterio. Pensaba que lo había olvidado.

En la azotea de la Biblioteca…

El viento era del norte, de vez en cuando soplaba el aire fresco y las voces que oía desde la azotea eran silenciadas en detrimento de ese ente invisible. Había tantos coches, que el verlos hacía que me doliera la cabeza: era imposible seguir a cada uno de ellos ya que mis ojos no daban para más, ese mareo me hacía sentir náuseas, unido con el olor de los tubos de escape que, inevitablemente, el viento del norte traía hacia mí hacían que el estomago se me encogiera y necesitara apoyarme en la balaustrada que cercaba el lugar. Había un silencio ruidoso, callado pero con sonidos que, de no ser por mis náuseas, hubieran pasado desapercibidos; pero dado mi estado eran amplificados: el canto de un pájaro era un martillazo, el sonido de los coches una apisonadora, el de las tablas de madera, entes invisibles. Sólo quedaba el latido de mi corazón, voz de mi conciencia, que quedaba como único testigo del momento presente.

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