El viento era del norte, de vez en cuando soplaba el aire fresco y las voces que oía desde la azotea eran silenciadas en detrimento de ese ente invisible. Había tantos coches, que el verlos hacía que me doliera la cabeza: era imposible seguir a cada uno de ellos ya que mis ojos no daban para más, ese mareo me hacía sentir náuseas, unido con el olor de los tubos de escape que, inevitablemente, el viento del norte traía hacia mí hacían que el estomago se me encogiera y necesitara apoyarme en la balaustrada que cercaba el lugar. Había un silencio ruidoso, callado pero con sonidos que, de no ser por mis náuseas, hubieran pasado desapercibidos; pero dado mi estado eran amplificados: el canto de un pájaro era un martillazo, el sonido de los coches una apisonadora, el de las tablas de madera, entes invisibles. Sólo quedaba el latido de mi corazón, voz de mi conciencia, que quedaba como único testigo del momento presente.
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