Una tarde en Vegueta
Es un fresco día de principios de mayo, y estamos en la azotea de la Biblioteca Insular, en Vegueta. Desde aquí se oye el viento ulular: <shhhsshh>.
De esta manera, nos es posible notar el pacífico ambiente en el casco antiguo de la ciudad de Las Palmas.
En la Alameda de Colón, una plaza cercana, se pueden vislumbrar unos árboles y algunas palmeras, cuyas ramas se mueven produciendo un sonido similar al de unos folios siendo agitados.
Al pie de las palmeras hay bancos de madera en los que una pareja de enamorados se sienta. Él con una camisa roja y ella con una blusa amarilla, se sienten muy relajados estando rodeados de tanta tranquilidad.
Parecen tranquilos, pero de repente se oye una música extraña, como una marcha fúnebre. Se sobresaltan, aquello es inusual. Ven una silueta negra con un objeto en la mano. El sol la alumbra por fin, y resulta ser un músico callejero que toca el violín. No hay nada que temer.
Un rato después, una vez recuperados del susto, ven a un hombre echándose una siesta reparadora en otro de los bancos que allí había, donde ese señor de aspecto desaliñado y sucio dormía cual lirón. Luego, observan a un niño, que está gritando de alegría y júbilo mientras juega en el parque.
Todos ellos perciben el aroma de unas flores de la amplia calle de enfrente, donde hay un edificio administrativo.
El piar de los pájaros sobre las copas de los árboles da un ambiente más natural a las dos plazas. Pero el olor del petróleo y el ruido de los coches que lo expulsan es lo que lo arruina, ¡es antinatural!.
Se nota el temblor de cada movimiento, sobre todo de los coches y las personas. Tampoco hemos pasado desapercibido el olor de la comida en distintos locales donde se puede disfrutar en compañía.
Repentinamente, se oyen las campanas de la Catedral, que nos apartan de nuestras cavilaciones y nuestras observaciones. Y nosotros, la tribu de escritores, hemos sentido algo tranquilizante aquí arriba, pero lo bueno se acaba ya, pues hemos de despedirnos hasta el jueves que viene.