No sé por qué recuerdo… de hecho, ¿desde volvió a estar ahí? No sabría explicar bien los motivos, pero se hizo un hueco en mi cabeza.
Habíamos salido esa noche a pasear toda la clase; contábamos relatos de miedo, cuentos de piratas, cantábamos canciones alegres y comimos helados en la playa. Todo era perfecto, pero no más perfecto que la chica que tenía al lado: llevaba el pelo recogido en una coleta a un lado de la cabeza y su piel blanca brillaba cada vez que la luz la tocaba. Llegamos todos al parque y nos juntamos para cantar una de esas canciones sobre barba negra, sus múltiples tesoros y ron, pero ella se había quedado lejos, mirando como desafinábamos en lo que era la canción más simple y de mal gusto del mundo, pero ella sonreía, era feliz. De vuelta al campamento, se puso a mi lado y comentamos el mal gusto de los monitores a la hora de elegir canciones, nos reíamos de cómo algunos chicos intentaban mejorar aquél canto «angelical» y esperamos ansioso a la actividad que haríamos al día siguiente. Puede que sea culpa del horripilante helado de ron con pasas que comí antes o el hecho de que caminar con sandalias y pantalones cortos al lado del mar por la noche no era la idea más lúcida del mundo, pero un escalofrío me recorrió el cuerpo, como si una racha de viento compuesta por nano cubitos de hielo entrara directamente en mi espalda, pero con solo girarme y mirarla a ella volví a sentir el calor que me llenaba cada vez que estaba con ella.
Nosotros, la Luna y su sonrisa, era todo lo que necesitaba.
Reto «epifanía».
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