Laura, eso repetía el viejo Leopold a todas horas. Balbuceando en su cama enfermo de Dios sabe que, y sin querer comer si no era yo o la enfermera a la fuerza de tenazas en la boca y cuchara en mano.
Le quedaba poco eso sí. Pero parecía estar muerto ya. Levantándose de la cama con un andar lento para colocarse en la butaca que daba a la ventana.
Se la quedaba mirando horas, y no pude resistirme a preguntarme, que es lo que miraba con tanta quietud y abstinencia para cumplir cada día aquel rito.
El doctor Edgar decía que el insomnio que tenía le producía alucinaciones y las ganas de no comer señalaban una fuerte depresión, su falta de habla era agónica.
Tiempo atrás la casa cobraba brío. Llena de colores en todas sus habitaciones, incluso en el váter. Colocaba sin parar durante todo el día viejas canciones que ya el mundo ha olvidado, y yo le preguntaba quienes eran los que producían aquella melodía. Con ojos abiertos como platos me miraba con una seria cara cómica.
-¿No sabes quienes son?- Me decía
Y echaba a reír con una corta risa.
Después de aquello, me contaba historias de tiempos pasados. De cuando era joven.
Que tristeza me recorría el pecho saber, o al menos creer que aquellos tiempos no volverían.
Me intentaba animar pensando que se habían perdido, y que de algún modo, encontrarían el camino para volver a casa.
Por las noches, abría despacio la puerta de su cuarto, lo suficiente para que solo cupiera mi ojo en la abertura.
Con la luz apagada le veía con la claridad que entraba por la ventana.
Sus ojos miraban el techo mientras que sus labios cada cuán tiempo balbuceaban palabras que no oía.
Un día, mientras le ayudaba a orinar en su cubitera me dijo:
-¿Qué día es hoy?-
-Le respondí-
-Es 3 de Octubre querido amigo-
Echó un suspiro grave y cansado, como si esperara algo.
-Acompáñame a la ventana-
Yo, apoyándolo en mí cumplí con lo que me pidió. Sentado ya, también me pidió que me acomodara.
Cogí una banqueta que en silencio estaba en una esquina al lado de la gran estantería de su cuarto.
Al sentarme a su izquierda, vi como miraba la ventana, como siempre, esta vez con una sonrisa, con la mandíbula temblante.
Entre unas llorosas palabras dijo:
-Ojalá pudiera acordarme del día-
Alongué la cabeza y miré por la ventada. A saber qué miraba mi viejo compañero.
Vi algunos matorrales de un parque alzado entre edificios, un rastro de mar en la lejanía y muchos automóviles.
-Creo que fue este mes. Sí, la conocí este mes creo-
Escribí mucho sobre ella, sobre toda ella. Desde sus pestañas hasta el color de las uñas de sus pies.
Quizás lo hice para que al auto-leerme, pareciera que estuviera conmigo escuchándome. Y la única vez que recé fue para que ella lo hiciera y yo escuchara.
Porque ella lo merecía. Me castigo pensando que no lo dí suficiente. Puede que lo suficiente hubiera sido no darle tanto.
La primera vez que la vi no me llamó la atención, con su coleta y su indumentaria casi siempre negra, con unos zapatos con algo de tacón.
Cuantas frases secretas repetí por las paredes queriendo que algún día por despiste o fortuna, se parara y las leyera. Me daba igual si sabía si eran para ella. Es lo mejor, creo, que le he podido entregar, todas mis palabras.
Y una vez, escribí sobre como saltaba por las calles de Triana con el suelo mojado, fue el día en el que los dos íbamos de la mano.
Tal vez mis palabras no fueron suficiente. Mi madre decía:
-Dímelo menos y y demuéstramelo más-
A estas alturas no acierto en saber, si hice caso omiso a aquella frase que me repetía.
Era tan hermosa, tanto que creía no serlo y se lo acabó creyendo. Y cuanto más se lo repetía se enfadaba más conmigo, pero nunca me negó una sonrisa.
A veces la ocultaba durante un tiempo para hacerme sentir triste. Pero cuando reía, por Dios, que yo también respondía.
Aquel amor iba y venía, ni se si para bien o para mal, pero siempre encontraban mis sentimientos la ruta perdida que me llevaba a un lugar donde todo para mi era el mundanal placer de estar vivo.
Llegué a tal punto que, cuando estaba con otra mujer, al pasar los días las dejaba, no era porque me aburriera, si no que no creía poder estar con otra persona, solo me gusta ella.
Para mi, sus abrazos y besos en la mejilla solo eran la redonda cúpula interior de los cielos. Y aun cuanto más me esforzara en un beso que ocupara más allá, no me importaba, su cualquier tacto era recompensa suficiente. Cuantas veces me dijera «te quiero», nunca fue en el sentido en el que yo lo sentía.
Aguanté como Dante, sus flirteos y a sus amados, cayéndome pero sabiendo que estaba feliz, y eso era todo lo que pedía. Su felicidad.
Por cuantas más heridas que me hiciera me daba igual. ¿Por qué la piel rota se cose y no se besa?.
Laura, el perfecto ser jamás descubierto, la ninfa que bailaba con la cabalgata de Wagner a sus orillas.
Toda una vida ha pasado, y nada más siento, que el no haberle escrito el poema más bonito del mundo.
En aquel instante, todo se calló, miré a mi viejo y decrepito amigo. Inmóvil en su butaca, con pocas lágrimas (las últimas que le quedaban) cubriendo su descenso.
-¿Leopold?, ¿Leopold?-
-Le dije-
Silencio, nada más.
Adiós, amigo mío.
El entierro fue al día siguiente, siguiendo las directrices que el anciano había dejado por escrito.
No fue mucha gente al entierro. Yo, el doctor Edgar, la enfermera Christie y otros 3 individuos que no conocía.
Me aseguré que se siguieran las pautas que había marcado mi buen amigo.
En un cementerio, en un pequeño terreno vallado con el material más económico, y sobretodo sin ninguna lápida, sin sombre ni apellido, sin fechas, sin ninguna frase para recordar.
Eran las 4:30, el cielo estaba gris, con un suave viento que no se llevaba la tristeza del momento.
Miré a ambos lados, y ni rastro de Laura.
~Jack Martin Thomas~
Deja una respuesta
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.