El camino de baldosas amarillas
Al tiempo que la cigüeña nos deposita en nuestra casa, un grupo uniformado de duendes comienza a trabajar bajo tierra. Horadan un túnel y aguardan pacientemente que, por nuestro propio pie, demos los primeros pasos en el exterior de nuestro hogar.
Y ahí comienzan, con un movimiento febril y milagroso, a repavimentar nuestro camino con baldosas amarillas. La práctica de su oficio les ha especializado en reconocer las inclinaciones, que no cambian jamás -no confundir con las aficiones, que mudan con el tiempo-, de la persona en cuestión, y el ejército de duendes se anticipa al mismo construyendo un camino infinito.
A veces, la persona toma decisiones contrarias a su forma de ser. Los duendes murmuran enojados, y mientras una parte del ejército reconstruye a toda velocidad el nuevo pavimento, otra se dedica a bloquear el camino antiguo. Nunca lo destruyen: el individuo podría volver a cambiar de idea en cualquier momento. Desde luego, lo que más les enoja de las leyes de la naturaleza es el libre albedrío, que detestan.
Como somos cientos de miles en el mundo, podemos imaginar cómo bajo la tierra bulle un ejército imperial de duendes, maestros de la construcción. Se organizan en un centro de mando con sede en el polo sur -ya que el norte es habitado, según me cuenta mi amigo duende, por un extraño personaje de rojo y blanco, y quiere dejar muy claro que los que ayudan a este jocoso personaje no son duendes, sino gnomos- donde millones de tarjetas perforadas guardan nuestros caminos de baldosas amarillas. Insertándolos en un extraño artilugio, del que mi amigo duende me enseñó un dibujo diminuto, se proyectan los mapas, sobre el mismo cielo, del camino amarillo de cada persona.
Es una visión maravillosa. Elevo mi vista y veo millones de líneas amarillas partiendo de puntos de color calabaza, que según el duende son las personas que viven en el mundo. Ahí, me indica, va el niño de la casa cuatro de la calle mil noventa y tres tomando un helado; frente al cruce tres millones cuatrocientos veintiuno cruza la anciana de la esquina un trillón seis. A los ancianos es más fácil pavimentarles bajo los pies, me aclara: una vez llegados a una edad madura son muy repetitivos en cuanto a sus costumbres, y su seguimiento se reduce prácticamente al mantenimiento de las baldosas.
En nuestra charla, me alegró saber que esa idea del destino que está marcado es un absurdo sinsentido. Según mi amigo duende, en el camino de baldosas uno va rehaciendo su destino a cada paso, pues cada paso tiene la incertidumbre, cuenta el manual real de los duendecillos, de la deriva. A veces el cuerpo se inclina levemente hacia un lado; hay que tener en cuenta lo que ha ingerido la persona a la que siguen, pues una comida copiosa genera inestabilidad. Así mismo, las condiciones atomsféricas que inclinan su cuerpo como una cerbatana o que podría llevarle a rodar, por su volumen orondo, en caso de ventisca. Los tropezones son lo peor que llevamos, dice en un suspiro que suena como una risa aguda.
-¿Y qué hacen -le pregunté a mi joven duende- cuando las personas se enamoran? ¿Reconstruyen un camino común para los dos?
-No -respondió el duende con su vocecilla, que era ampliada por un pequeño megáfono rojo con el que acostumbra a dar órdenes a su grupo de trabajo- Lo que hacemos es unir por los bordes los dos caminos. Así, la unión de sus manos al caminar la usamos de guía para poder delimitar las lindes del mismo. Es un trabajo muy fatigoso y de una precisión milimétrica.
-¿Y eso? -pregunté extrañado.
-Una persona elige a otra para acompañarla durante el camino de su vida. Al mismo tiempo, no debemos olvidar que sigue su propio camino. Lo que hace es, de alguna forma, una propuesta: coge mi mano y comparte mi camino, y la otra le ofrece exactamente lo mismo: toma mi mano y compartamos nuestros caminos. Pero, si se separan, ¡no van a dejar de construir su propio camino! Cada persona tiene derecho en este mundo a su propio camino de baldosas amarillas. Lo dice la Ley.
-¡Qué bonito!, ¿no? -le contesté mientras suspiraba, mirando el cielo surcado por cientos de miles de líneas amarillas y otros tantos miles de lucecitas anaranjadas parpadeando-. ¿Y ustedes, los duendes, tienen sindicato?
-Me vuelvo a mi trabajo -me respondió con solemnidad, al tiempo que el mapa desaparecía bajo las luces medias del atardecer-.
Imagen: Caleidoscopia.
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Una entrada preciosa, me ha gustado mucho.
Abrazo
.-= Último artículo del blog de Jose Jaime… El aprendiz =-.
@Jose Jaime: ¡Muchas gracias! Me emociona que te guste el relato a ti que eres todo un escritor. ¡Un abrazo! 😀
Es una historia increible amigo julio…Me gusta la historia dandole ese toque de duendecillo que le has dado…que bonita…Un abrazo amigo…Y es verdad amigo cada uno tenemos un camino ..y asi para el resto de los dias..
.-= Último artículo del blog de alijodos… El Valor de Una coma… =-.
@Alijodos: Pues como le dije a Jose Jaime, uno escribe lo que le sale y si llega, ¡doble alegría! Un abrazo grande 😀
Hermosísimo relato. De gran imaginación 🙂 Me encanta la idea de esos miles de millones de caminitos, algunos tan cercanos que parecen uno, aunque no lo sean.
S¡empre me ha gustado lo que escribes, pero éste tiene un rayo de inocencia que no te había visto 😉 El final perfecto 😀 Quién quiere sindicatos, si puedes cuidar del camino de alguien 😀
En una vida próxima, quiero ser duendecillo!
@Kiram: ¡Oh! ¡Te ha gustado! Me encanta. Yo es que soy súper inocente :emotion: . ¡Un besote duendecillo-rey de Kiramlandia! 😀
¬¬ miraaa coleeegaaa, te va a hacer un cumplido tu tía la del pueblo ¬¬
Pues sí me parece que tiene inocencia, y me gusta que un adulto sea capaz de ser inocente, al menos en relatos… Grfrdsd
@Kiram: ¿Pero qué HA dicho yo ahora? 😀