La médula de Satán
Hay caracterizaciones del demonio -Satán, Belcebú, diablo- que son míticas, y no sólo en literatura. Dentro de éstas, el demonio de John Milton ocupa un lugar preeminente. Vemos un ser atormentado, un solado derrotado en la lucha contra Dios y que forma parte del entretenimiento de éste.
Así que, una vez hundidos, ¿por qué no rebozarse en esa inmundicia que es el Infierno, que es él mismo y al tiempo todo lo que lo rodea? El demonio de Milton se aferra a su nueva condición porque necesita un sentido para sí mismo. Y, conocedor de su grave error, el orgullo le hace afrontar su nuevo destino con decisión y valentía. Mientras, en su Infierno interior, se retuerce constantemente, y es ese dolor el lugar de encuentro entre nosotros y él. Este demonio padece, y su dolor amplifica la cólera, que amplía para rodearnos a todos. ¿Qué mejor que focalizar en el nuevo entretenimiento de su castigador?
Este breve fragmento está tomado del cuarto libro de Paraíso perdido, en cuyo comienzo Satán cae en muchas dudas sobre sí mismo. Lo que encuentro importante del mismo es cómo nos ayuda a comprender aún más al personaje y, de paso, la profundidad de su deseperación y su miedo, que se funden con su orgullo y su valentía -hay que tenerla para enfrentarse a todo un Dios omnipotente-. Milton nos descubre un personaje que, según muchos críticos, se hace con todo el poema, por encima de Dios y de Adán. De la misma forma que descubrimos otro Frankenstein en la obra del mismo título de Mary W. Shelley -no el monstruo que ha llegado a través de adaptaciones que acuden a lo grotesco y no al sufrimiento y aislamiento de Frankenstein en la novela-, leer Paraíso Perdido nos permite ver con nuestros propios ojos la médula descarnada de Satán.
Cualquier camino es el Infierno; el Infierno yo;
y en el pozo más profundo de un pozo aun mayor
se abre vasto todavía y amenaza devorarme,
haciendo que parezca Cielo el Infierno que padezco ya.
Cesa entonces pues: ¿no queda ni un lugar
para la contrición, para el perdón no queda?
No sin sumisión; y tal palabra
el desdén me la prohíbe y el temor a la vergüenza
entre los Espíritus de abajo, que seduje
con promesas bien distintas y otra vangloria
que la sujeción, presumiendo de vencer
al Todopoderoso. ¡Ay de mí!, qué poco saben
lo carísmo que pago alarde tan banal
y bajo qué tormentos peno mis adentros:
mientras ellos me veneran en el Trono del Infierno
con diadema y cetro enaltecido,
más abajo caigo y soy supremo sólo
en la miseria: gozos tales la ambición te aporta.
Mas digamos que pudiese arrepentirme
y obtener por Gracia mi anterior estado; pronto
mi altura evocaría altiva idea y qué pronto
negaría los fingidos juramentos, recusando la molicie
votos hechos en dolor, por vacuos y forzados.
Pues jamás habrá conciliación sincera
donde el mortal desprecio hirió tan hondo:
lo que haría de mí el mayor relapso
y más grave la caída, pagando cara así
la corta intermisión con doble daño.
Esto sabe mi castigador; tan lejos él por ello
de otorgar, cual yo de suplicar, la paz:
de esperanza nada, pues: he aquí, en lugar
de nosotros, los proscritos, Su deleite nuevo,
la creada humanidad y para ella el mundo.
Esperanza, pues, adiós; y contigo adiós al miedo,
adiós remordimiento: todo bien lo pierdo;
mal, sé tú mi bien; por ti al menos
dividido Imperio tengo con el Rey del Cielo
y por ti acaso más de la mitad gobierne:
pronto el hombre y este nuevo mundo lo sabrán.
Paraíso perdido, John Milton.
Traducción de Bel Atreides, edición bilingüe, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2005.
Imagen: WikipediaOnDVD.
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