Zumo de limón
Fue en la noche del equinoccio de primavera cuando me di cuenta. Los faros de los coches revelaban la arquitectura de camuflaje del hacedor, como cuando los espías revelan la clave escrita con zumo de limón con el calor de una cerilla. La ciudad ocultaba una hiperrealidad expresionista en aquella locura de focos que agujereaban la ciudad a ritmo de metralleta. Allí donde los faros apuntaban unos segundos se podía ver con claridad la escritura cuneiforme en los carteles y el helecho gigante que colgaba de las viviendas hasta enraizarse bajo el asfalto. Cuando el foco desaparecía bruscamente, mi cerebro devolvía mágicamente la ciudad a su estado original. Esta, pues, dejó de ser la manida ciudad fría del hombre nihilista sobre la que versaban los escritores postmodernos y se convirtió en un misterio a resolver en mis largos paseos por las callejuelas en las madrugadas en que volvía de hacer el amor con Nisa.
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