Máscaras venecianas

Mi marido, Robert, no les voy a engañar, es un cincuentón andropáusico, de esos que lucen papada y todavía fuman cigarrillos con boquilla, como si en nuestras visitas sociales no se percatara de las etiquetas del momento. Entre él y el espejo hay un divorcio evidente que comenzó cuando, entrados los cuarenta, supo que su estado basal era comer bien y dormir mejor. El trabajo, si es que así se le puede llamar al mismo, consiste en estrechar manos, acudir a eventos, firmar algunos papeles y repartir fondos a los aliados que sufragaron la campaña de su partido. Es bien cierto que su papel en el ayuntamiento es secundario, un carguito de director general de no se qué -deben perdonarme que no recuerde exactamente el pomposo título del cargo de mi marido, pero me tiene aburrida-, muy bien pagado y que nos ha permitido tener una casita en una linda zona rural de las montañas y haber enviado a nuestras dos hijas a un colegio privado en Londres.

No les contaría todo esto si no fuera porque ayer, en ese momento en que deberíamos estar haciendo el amor y estábamos haciendo cualquier otra cosa, se inclinó sobre mí en la cama y me dijo que estaría bien que me pusiera un antifaz, que le excitaría mucho. Le miré con cara de sorprendida, como si acabara de ver a un caracol levantando con sus cuernos a un elefante. Verán, la rutina final de un matrimonio se impone como una gasa sobre una lente sobre los recuerdos de los primeros y lúbricos primeros años. Mi marido, ese hombre, el mismo que pasea sus pantorrillas peludas en las mismas zapatillas de hace veinte años, el que no se ha dado cuenta de que mi vientre permanece casi en el mismo tamaño que cuando tenía cuarenta -es cinco años mayor que yo, para mi desgracia, que siempre amé a hombres más jóvenes hasta que lo conocí-, que las mujeres de sus amigos parecen sesentonas aburridas y que estos, sus queridos amigos, me han palpado el trasero alguna noche de fin de año con la excusa de dos vasos de cava, este, mi marido, resulta que escondía una porción atómica de imaginación que había brotado como por arte de magia de su cerebro espongiforme.

No miré su chorra morcillona; no hacía falta, la sentía pegada a mi muslo, dando esos ligeros golpecitos que quieren decir que está desperezándose, mientras revisaba boca arriba un catálogo de ropa para regalarle una gabardina de cuero a mi hija mayor, Rose, y no tuve más remedio que quitarme las gafas y mirar a su chorra, mirarlo a él, repetir la acción para que se percatara de la ironía que conllevaba, y volver a concentrarme en mi lectura.

-Estaría genial que te pusieras una máscara -me dijo, con un dedo acariciándome el brazo más próximo-. Me excita muchísimo pensar en hacerte el amor con una máscara, lo llevo pensado unas semanas… ¿Dónde guardamos los disfraces?

-¿Sabes qué es esto que estoy leyendo? -le respondí, dejando caer la revista sobre mis pechos desnudos y mirándolo seriamente-. Es el abrigo que necesita tu hija para no morir de una hipotermia en Londres. Claro que a ti te da igual, tú estas aquí, con la chorra pegada a mi muslo, en vez de concentrarte y ayudarme a buscarle  un lindo regalo.

-¿Sabes qué? El abrigo puede esperar, pero mi chorra no -dijo, negando levemente con la cabeza-.

Robert, en su ignorancia, pensaba que me iba a levantar y dejar mi paciente tarea, desnuda como estaba, y con las tetas colgando -no es falsa modestia si les cuento que todavía guardan cierta lozanía de juventud y en las tardes de verano en que dejo desabrochados dos botones de mi blusa algunos jóvenes vierten sus miradas pícaras en ellos- iba a subirme a lo alto de nuestro armario para obsequiarle con un primer plano de mi sexo depilado al aire, como si fuera una muchachita desvergonzada y no una madre con dos hijas en un elitista colegio londinense, bajar un par de máscaras e írmelas probando hasta que me diera su visto bueno.

Pues eso hice, exactamente. Y es que no está una para desperdiciar los pocos días al año en los que mi marido tiene una erección y es capaz de hacerme sentir algo aquí adentro, ¿me comprenden?

Cuando acabamos, se lo tuve que preguntar. Forma parte de mi carácter masoquista. Ya había nacido con él, y tuve las primeras certezas del mismo en mi atribulada adolescencia, pero toda una saga de mujeres atormentadas, empezando por mi abuela, habían contribuido a darle su rotunda dimensión para hacerme la mujer más infeliz del mundo. Así era el carácter de las mujeres de mi familia, como un cromosoma defectuoso que atascara el engranaje, por lo demás, de unas mujeres resueltas y con inclinaciones artísticas, que se revelaba en los espacios de intimidad y, asustada por esta circunstancia y que hubiera alguna posibilidad de que este rasgo de mi carácter fuera -cruzo los dedos- motivada por el contexto familiar que por genética, más que enviar, recluí a mis hijas en otro país, con la esperanza de que aquellos malditos ingleses las tuvieran a buen recaudo.

-Robert -cuando le quiero preguntar algo importante, lo llamo por su nombre-. ¿Tanto te excita verme con una máscara? ¿Por qué no me lo habías dicho antes?

-No es eso -dijo, encendiendo su enésimo y apestoso cigarrillo-. Es que pareces otra mujer.

P.d.: Practicando para una novela corta. 😀

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Sobre el Autor

Julio

La idea de este blog nació de la pasión por escribir y compartir con otros mis ideas. Me interesa la escritura creativa y la literatura en general, pero también la web 2.0, la educación, la sexualidad... Mi intención, en definitiva, es dar rienda suelta a mis pasiones y conocer las de otros; las tuyas. ¡Un saludo!

6 Comentarios

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    • ¡Oh! Qué bella sorpresa. Por cierto, te leí que cerrabas el blog o fue dolor de cabeza… Era un texto claro de despedida -ya sabes que te leo entre líneas pero la mitad de la información me la guardo-. Gracias por pasarte, me alegro que te gustara, y sí, pásate en un mes o así, que ya está el libro a la venta y te ves la portada. Besos -por donde quiera que andes, por donde quiera que te gusten-. 😀

      • El blog… qué sé yo. Por ahora sí, llamémosle «cerrado». Igual mañana me da por volver a actualizar, que igual me da dentro de un año.

        Dentro de un mes me pasaré por aquí, pero antes también 😉

        Atrevido eres, dejando tanto margen para los besos y ni siquiera sabes a quién se los das. ¿Y si no te gustara la chica?

        • Gracias por pasarte, la verdad que sentí más que otros que he tenido que te fueras. Ha sido un poco vacío, la verdad. Me parece bien lo de no darte una fecha, hay que desconectar, y si vuelves, vuelves, y si no, pues no. 😀

          La chica me gusta, por dos razones: una, por lo que escribe y cómo lo escribe, y dos, porque como solo veo piernas, me la imagino como yo quiera. 😀

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