Categoría: Taller Biblio Insular

  • Storybird – Caminando hacia el Gran Árbol de los Sueños

    https://storybird.com/books/caminando-hacia-el-gran-arbol-de-los-suenos/?token=nqs6yz4tht

  • No sé por qué recuerdo…

    No sé por qué recuerdo el día que fui a comer a casa de mi tía abuela. Era muy pequeño y mi padre me solía ir a recoger al Colegio Pueris a las dos los viernes y me llevaba a la nueva casa de mi Tía Sofía comer. Recuerdo que el primero era un plato de lentejas, en un plato hondo blanco, y que tenían un color marrón claro, no como chocolate, sino muy amable para la vista. Rememorando su sabor ahora me resultaría delicioso pero en ese momento no me gustaba, ahora recuerdo su sabor y me encantaría tener una cucharada en mi boca. Las lentejas eran suaves, aunque yo las repudiara en ese momento, pero con las verduras que las acompañaban estaban bañadas en un líquido aceitoso, que fluía entre ellas y arrastraba a alguna que otra cuando cogía una cucharada. No recuerdo muy bien su olor, pero era embriagante, de este tipo de aromas que a uno alimenta sin haber probado siquiera las lentejas. La mesa en la que estábamos sentados era blanca y cuadrada, pegada a la pared, disponible para tres ocupantes. Tía Sofía estaba fregando o haciendo otra cosa relacionada con la disciplina culinaria mientras su bastón la acompañaba de aquí para allá. No sé porqué recuerdo cuando llegaron sus nietas y yo, muy pequeño, me puse a jugar con ellas y me cogían y daban la vuelta, poniéndome boca abajo, como si hiciera el pino, luego me elevaban hasta la lámpara del techo y la figura de mi tía abuela, con el bastón en la mano, de espaldas a la ventana. Sofía es recriminaba la acción, diciéndoles que me bajaran de las alturas. No sé porqué lo recuerdo, me es un misterio. Pensaba que lo había olvidado.

  • En la azotea de la Biblioteca…

    El viento era del norte, de vez en cuando soplaba el aire fresco y las voces que oía desde la azotea eran silenciadas en detrimento de ese ente invisible. Había tantos coches, que el verlos hacía que me doliera la cabeza: era imposible seguir a cada uno de ellos ya que mis ojos no daban para más, ese mareo me hacía sentir náuseas, unido con el olor de los tubos de escape que, inevitablemente, el viento del norte traía hacia mí hacían que el estomago se me encogiera y necesitara apoyarme en la balaustrada que cercaba el lugar. Había un silencio ruidoso, callado pero con sonidos que, de no ser por mis náuseas, hubieran pasado desapercibidos; pero dado mi estado eran amplificados: el canto de un pájaro era un martillazo, el sonido de los coches una apisonadora, el de las tablas de madera, entes invisibles. Sólo quedaba el latido de mi corazón, voz de mi conciencia, que quedaba como único testigo del momento presente.

  • Historias de la charca, storybird.

    http://storybird.com/books/aventuras-de-la-charca/

  • No sé por qué recuerdo…

    No se por qué recuerdo aquella cena de navidad en casa de mi abuela. Era como otra cualquiera, la familia volvía a estar reunida y se esperaba una tranquila velada cargada de cariño familiar ofrecido por tales fiestas.

    Esa noche, veinticuatro de diciembre, hace frio, más del habitual para esta isla. Llevo los pantalones que me regaló mi tía hace poco por mis buenas calificaciones, y una camiseta roja con un escudo, de procedencia desconocida, en la manga , que aún descansa olvidada en mi armario. Estoy tranquilo, feliz de estar con mi familia. Me encuentro sentado en la mesa. A la izquierda mi madre, a la derecha mi padre. Yo siempre tan cuidado por los míos… Levanto la vista y veo los humeantes platos que esperan pacientemente a que todos los comensales tomen asiento. Somos casi veinte personas y no cabemos muy cómodamente en el estrecho salón, pero la costumbre de año tras año nos hace poder apañárnoslas. Todos comen lo mismo, todos menos yo. Una sopa de marisco, a la que soy alérgico, así como a las deliciosas (o eso me han dicho) ostras que alberga en su interior.
    Comenzamos a cenar y cojo algo de jamón serrano, cortado hace unas horas por mi padre, y una suerte de rollitos de salmón rellenos de queso philadelphia que me encantan. Los cojo con los dedos y los devoro. Sin embargo, no puedo evitar que se me desvíe la mirada y contemplo con una mezcla de añoranza imaginaria y curiosidad el plato de mi madre. Ella se da cuenta, me mira y en apenas un susurro me dice “Lo siento cariño, ya sabes que no lo puedes comer”. Me ofrece una de sus tranquilizadoras sonrisas y continuamos comiendo plácidamente hasta que mi bisabuela, casi centenaria, rompe el silencio con su voz estridente.
    – ¿Qué pasa? ¿No lo puede comer?
    – No, abuela- responde mi madre-, es alérgico. Ya lo sabes.
    – Pues es una pena- responde mi bisabuela materializando un pensamiento que no me es ajeno en lo absoluto.
    Tras la pequeña interrupción, la cena continua plácidamente y el choque de las cucharas contra los platos monopoliza todo el sonido de la casa. Yo, melancólico, sin apenas saber a ciencia cierta lo que significa esa palabra, vuelvo al jamón serrano que cortó mi padre y a los rollitos de salmón con queso philadelphia que hizo mi madre. Una Noche Buena como otra cualquiera.

  • Mi vida o yo

    resonante
    Aquella era, sin lugar a dudas, una nueva batalla

    Cuando la llamaron del hospital a las pocas horas de haber salido de él, notó cómo su corazón daba un vuelco. En la pantalla de su móvil inteligente leyó: “Marta”, la joven doctora a la que conocía de las dos veces anteriores en las que había estado ingresada para tratarse del cáncer que, con paciencia, logró vencer. Se le heló la sangre y apenas podía reaccionar. Pensaba que aquella mujer tenía los resultados de las pruebas médicas a las que un rato antes se había sometido, y con solo pensar en una recaída en la enfermedad, su cabeza se llenó de imágenes dolorosas en cuestión de segundos. Otra vez no podía ser, no estaba preparada para luchar de nuevo. Cuando por fin descolgó el aparato, tras cinco tonos interminables, escuchó la voz delicada de su amiga con una entonación firme, muy seria:

    —María, ven al hospital. Tu hijo ha tenido un accidente de moto. Está grave.

    Aquella frase le golpeó su vientre con una vehemencia desmedida y sintió cómo su respiración se  cortaba. El teléfono se le cayó de las manos, que, como el resto del cuerpo, empezaban a temblar con ansiedad. Cayó rendida sobre el sillón, desorientada, y el mundo, al menos el suyo, se detuvo. Desde aquel instante deseó cambiar el destino aciago de su único hijo por el suyo, e imploró volver a sufrir el cáncer antes de que a él le pasara algo.

    María, tan menuda, tan fortalecida por los golpes que había recibido a lo largo de sus cuarenta y siete años, supo entonces que si para algo no estaba preparada era para comprobar cómo aquel veinteañero perdía la vida; y que la opción ahora es la misma de antes: luchar. Ella estaba dispuesta a todo; también a preguntarle por qué a la vida. Su cuerpo ajado apenas mostraba los signos de la guerra y como una joven luchadora dio, quizá sin saberlo, el primero de muchos pasos en la que era, con toda probabilidad, una nueva batalla.