Naomi Klein: No Logo
La aparición del nuevo libro de Naomi Klein, La doctrina del Shock, es una buena excusa para recordar su gran éxito y uno de mis libros favoritos, No Logo, que, a pesar de toda la perversión que acompañó su publicación -para pesar de la autora-, es tal vez el primer manifiesto anti-globalización riguroso en formato de libro y que no teme llamar a las cosas por su nombre. Imprescindible.
«Si es verdad que necesitamos la brillante presencia de los logos famosos para adquirir algún sentido de nuestra humanidad común y nuestra responsabilidad compartida hacia el planeta, quizá la militancia contra las marcas sea el último triunfo de estas últimas. Según Gerard Greenfield, la solidaridad política internacional comienza a depender hasta tal punto de los logos que ahora estos símbolos corporativos amenazan oscurecer las injusticias reales que se cuestionan. Está bien y es bueno que hablemos sobre el gobierno, los valores o los derechos, pero sólo prestamos atención realmente cuando se habla de compras.
«Si sólo podemos hablar de los derechos y las luchas de los trabajadores en el contexto de las elecciones de las personas en tanto que consumidores», escribe Greenfield, «me parece que la tarea de conformar una conciencia crítica popular y social es más difícil de lo que creíamos». No hay duda que la militancia anticorporativa se mueve en la cuerda floja entre los derechos del consumidor autosatisfecho y la acción política comprometida. Los militantes pueden aprovechar el prestigio que los nombres de marca dan a los temas medioambientales y a los derechos humanos, pero deben cuidar que sus campañas no degeneren y se conviertan en guías éticas de compra, en manuales para salvar el mundo con boicots y opciones personales de vida. ¿Son mis zapatillas marca «Sin Explotación»? ¿Y los balones de fútbol «Sin Trabajo Infantil»? ¿Y mi crema humectante «Sin Crueldad con los Animales»? ¿Y mi café «Comercio Justo»? Algunas de esta iniciativas tienen verdadero mérito, pero los problemas del mercado laboral mundial son demasiado vastos para ser definidos —o limitados— por nuestros intereses en tanto que consumidores.
Por ejemplo, el Equipo de Trabajo de la Casa Blanca sobre los Talleres de Trabajo Esclavo, formado para responder al escándalo de Kathie Lee Gifford, se convirtió casi de inmediato en otro ejercicio. Greenfield, informe estratégico inédito. de compras. Todas las exigencias substanciales de reforma de las leyes laborales fueron anuladas por un nuevo programa: ¿qué condiciones debían cumplir las empresas estadounidenses para colocar una etiqueta que dijera «Sin trabajo esclavo» en sus prendas? Lo más importante era encontrar una manera fácil y rápida de proteger el derecho de los occidentales de comprar artículos de marca sin sentirse culpables. La iniciativa de Bill Clinton de aplicar esas etiquetas es idéntica al símbolo «Inocuo para los Delfines» que aparece en las latas de atún, y que asegura a los compradores que para enlatar esos peces no se ha matado atunes.
Lo que esta propuesta deja de lado es que, a diferencia de los delfines, los derechos de los trabajadores no se pueden garantizar por medio de un símbolo impreso en una etiqueta, idéntica a una fecha de caducidad, y que tratar de hacerlo representa ni más ni menos que la privatización al por mayor de sus derechos políticos y de los nuestros. Toda esta farsa me recuerda un chiste del New Yorker que muestra a una familia, dibujada según el estilo de Norman Rockwell, abriendo los regalos junto al árbol de Navidad. Los padres están desempaquetando un par de zapatillas deportivas, y la madre dice: «¿Y cómo tienen los derechos humanos?». La militancia determinada por el consumo presenta otro inconveniente. Como dijo Susan Sontag, vivimos en la «época de las compras », y todo movimiento basado en lograr que la gente se sienta culpable de acudir a los centros comerciales provocará reacciones contra él, más tarde o más temprano.
Además, los militantes que los dirigen no son austeros luditas* que se oponen al shopping por principio. Muchos son creativos veinteañeros que diseñan campañas contra los anuncios en ordenadores portátiles Macintosh y que piensan que tienen que quedar espacios libres desde donde no se intente venderles algo ni colmarlos con la basura de la cultura del consumo. Son hombres y mujeres jóvenes de Hong Kong y Yakarta que calzan Nike, comen en McDonald’s y me dicen que están demasiado ocupados organizando a los trabajadores de las fábricas para ocuparse de la política al estilo occidental. Y mientras los occidentales nos rompemos la cabeza para averiguar qué tipo de zapatillas y de camisas es más ético comprar, los trabajadores que se rompen las espaldas en las fábricas adornan las paredes de sus barracas con anuncios de McDonald’s, pintan murales sobre los héroes de la NBA en sus puertas y adoran cualquier cosa que tenga la imagen de Mickey.
Las organizadoras gremiales de la zona de Cavite suelen vestir falsas prendas Disney o camisetas Tommy para ir a trabajar, artículos baratos del mercado local. ¿Cómo reconciliar la contradicción entre sus ropas y su odio a las multinacionales? Ellas me dijeron que nunca habían pensado de este modo; en Cavite, la política consiste en luchar por mejoras concretas de la vida de los trabajadores, y no contra la marca que se lee en la espalda de la camiseta que llevas. Gran parte de los códigos éticos de las empresas constituyen el producto más discutible de la lucha contra ellas. Al mismo tiempo que compañías como Nike, Shell y The Gap dejaron de negar los abusos que cometen en sus lugares de producción, comenzaron a diseñar declaraciones de principios, códigos de conducta, acuerdos de colaboración entre empresas y otros documentos de buenas intenciones sin fuerza legal. Estos trozos de papel contenían elevadas normas de ética empresarial, como la no discriminación y el respeto al medio ambiente y a las normas legales. Si algún cliente inoportuno deseaba saber cómo fabricaban sus productos, los departamentos de relaciones públicas no tenían más que hacer una copia como si se tratara de la información nutricional de un producto alimenticio.
Cuando se leen esos códigos, es difícil no dejarse atrapar por su desbocado idealismo. Los documentos parecen devolver la mirada de los lectores con una expresión de perfecta inocencia ahistórica, como si preguntaran: «¿De qué os sorprendéis? Nosotros siempre hemos sido así…». Y hay que perdonar al lector si piensa, aunque sólo sea por un momento, que todo, es como las empresas dicen, sólo un gran malentendido, un «fallo de comunicación» con un contratista inescrupuloso, algo que se perdió en la traducción. Los códigos de conducta son lamentablemente resbaladizos. A diferencia de las leyes, no es obligatorio cumplirlos. Y al revés de los contratos, no se redactan en conjunto con los propietarios de las fábricas en respuesta a las necesidades de los empleados. Son escritos sin excepción por los departamentos de relaciones públicas en ciudades como Nueva York y San Francisco inmediatamente después de alguna investigación vergonzante de los medios de comunicación: el de Wal-Mart apareció a consecuencia de informes de que en sus fábricas contratistas de Bangladesh trabajaban niños; el de Disney nació de las revelaciones haitianas; Levi’s escribió el suyo como respuestas al escándalo del trabajo de los presidiarios. No se proponen reformar situaciones, sino «amordazar a los grupos de perros vigías» de otros países, como aconsejaba a sus clientes Alan Rolnick, el abogado de la Asociación Estadounidense de Industriales del Vestido.
Pero las empresas que se apresuraron a adoptar esos códigos cometieron un grave error de cálculo: una vez más subestimaron la cantidad de información que se intercambian los trabajadores y los aldeanos de África, América Central y Asia y las organizaciones de militantes de Europa y América del Norte, de modo que los documentos, en lugar de amordazar a nadie, sólo lograron provocar más preguntas. ¿Por qué las únicas lenguas en que apareció el documento de Shell titulado Ganancias y principios fueron el inglés y el holandés? ¿Por qué los códigos de Nike y The Gap sólo existían en lengua inglesa dos años después de ser redactados? ¿Por qué no se distribuyeron entre los trabajadores de las fábricas? ¿Por qué es tan grande la diferencia entre las intenciones voceadas en los códigos y los informes de primera mano que vienen de las zonas y los campos petrolíferos? ¿Quiénes se encargan de comprobar su cumplimiento a través de los estratos de contratistas y subcontratistas? ¿Quién los aplica? ¿Cuál es el castigo de su incumplimiento?
En resumen, estos híbridos de fotocopias de anuncios y del Manifiesto Comunista fracasaron. Los perros guardianes siguieron ladrando, y no era sorprendente. Las campañas contra las empresas son provocadas, al menos en parte, porque la gente está harta del marketing excesivo, y por ello lo que más le irrita es que haya más marketing»
* Integrantes de un movimiento de obreros ingleses de principios del siglo XIX que destruían las máquinas por considerarlas causantes del desempleo. [N. del t] [email_link]
Estoy por terminar el libro, y estoy decidida a exhibir a Nike, en su proxima carrera los 100 km Nike, que se lleva acabo en el distrito federal.
Vomito Nike!
@Marlenen: ¡Te apoyo! 😀