Las nuevas monarcas: periodismo, mujeres y poder
Resulta curioso, cuando no grotesco, la repetición de ciertos paralelismos en los juicios de valor que se hacen cuando las mujeres tienen poder en el ámbito profesional. Son tan o más cuestionadas que los hombres o, al menos, los periodistas y opinólogos se sienten más fascinados por buscar la cara oculta de estas nuevas monarcas del siglo XXI.
Las facetas privadas de Abramson contrastan claramente con la imagen de «dama de hierro» que, dice Mayer, suscitan todas las mujeres en puestos de poder. Todas las mujeres que tienen autoridad en grandes organizaciones se debaten con la cuestión de cómo dirigir a la gente sin ser vistas como antipáticas, «cómo ser jefas sin ser mandonas», en palabras de Mayer. «Pero, aunque Jill es consciente del problema, no está demasiado preocupada por él». En eso, su aparente seguridad en sí misma le es muy útil, esa actitud franca que vi en mi entrevista con ella y que Mayer presenció cuando trabajaban juntas en su libro hace casi 20 años. […]
[…] Nada más tomar posesión en septiembre, se propuso limpiar las altas instancias de dirección en el periódico para transmitir el mensaje inequívoco de que el pasado era el pasado y ahora era ella la que mandaba. Sin embargo, una crítica que se le hace es que, en su intento de hacer exhibición de fuerza, ha mostrado debilidad. En la redacción existe una opinión de que se ha rodeado de personas leales a ella, y eso ha provocado una acusación que suele hacerse contra los políticos, la de que ha escogido como lugartenientes a hombres y mujeres que dicen que sí a todo, y no a los más apropiados para el trabajo. Si eso es cierto, y algunos en el periódico lo discuten, es una visible maniobra de poder que muchas veces delata una inseguridad de fondo. Una inseguridad a la que ella, resulta, no es del todo ajena. El verano pasado se quebró durante un instante el barniz de persona dura que se esfuerza en enseñar: se le escapó en una reunión con periodistas de los medios de Nueva York que sí estaba inquieta por cómo iba a hacer su nuevo trabajo. «Quiero hacerlo bien», dijo, «y a veces me preocupa que no voy a ser capaz».
En la cúspide del periodismo, entrevista sobre la nueva directora, y primera mujer en ocupar el cargo, del New York Times, Jill Abramson, realizada por John Carlin.
La entrevista no tiene desperdicio y mis impresiones sobre la misma, tampoco. En primer lugar, tengo que advertir que hasta que no vi el nombre del periodista había pensado que la entrevista, desarrollada como una narración más que como una relación clásica de preguntas y respuestas, la había realizado una mujer. En esto, tengo que decir que me sorprende gratamente el ojo clínico de Carlin. Por otra parte, hace que los juicios negativos que desarrollé sobre la supuesta autora se vean ahora amplificados.
Para quien no lo sepa, Carlin escribe artículos deportivos en El País, principalmente hablando de fútbol. Es autor de la novela El factor humano, que fue llevada con éxito al cine (Invictus). Como lector habitual de El País, tengo que decir que puedes encontrar artículos de Carlin alabando a Mourinho, el entrenador del Real Madrid de fútbol, así como una larga lista de artículos muy agresivos donde lo tacha de bufón, entre otras lindezas; es decir, da bandazos. En el último artículo, usa una historia de ficción para reírse -de forma burda- del último y recientemente dimitido seleccionador inglés, Fabio Capello, y de su forma autoritaria y petulante de dirigir a la seleccion de fútbol de su país. Carlin me parece esa mezcla peligrosa entre periodista y escritor, y no soy precisamente fan suyo, ni todo lo contrario: me suele dejar tibio. He leído sus artículos de opinión por aquello de «la óptica extranjera», pero considero que un periodista es periodista cuando ejerce como tal y que no debería dejarse arrastrar tanto por su tendencia a la narrativa de ficción. Sí, a veces tiene su gracia, pero por entendernos: soy más de Ramón Lobo o de Enric González, porque cuando leo o me compro El País es para leer periodismo, y cuando quiero cuentos me voy a una librería.
Como decía, antes de saber que era un hombre quien había realizado la entrevista -y tiene su importancia-, ya había ido sumando ciertos aspectos negativos del reportaje. En primer lugar, no me queda claro si es un reportaje sobre la directora del periódico de referencia internacional, el New York Times, o bien era un reportaje sobre un periodista, John Carlin, hablando de una tercera persona, Jill Abramson. Se podría haber titulado: «Metaperiodismo: sobre cómo un periodista entrevista a otro periodista».
En segundo lugar, mezcla aspectos de su vida privada que, partiendo de que no cita en ningún momento que son amigos íntimos, son insuficientes para deducir un análisis psicológico que se basa, cerca ya del final del reportaje, en una posible debilidad que oculta Abramson bajo una apariencia de fortaleza. A esta impresión se le ha añadido, y en este trabajo de campo periodístico no tengo ninguna objeción, líneas de opinión de sus colaboradores o trabajadores del periódico. Pero, tras señalar las dos posturas -siempre son dos, qué de cosas nos enseñaron los griegos-, decide apostar por la línea de investigación u opinión en la que se deja un atisbo de duda sobre su capacidad de liderar un periódico de tanta importancia, como si el hecho de tener dudas en un puesto de responsabilidad como ese no viniera con el cargo.
En tercer lugar, todo el reportaje está permeado por su visión, la suya particular, la de Carlin, que remata, por si no nos había quedado claro, en dos párrafos finales opinando sobre el periodismo del Times, su dirección y el periodismo actual, siguiendo la línea de narración periodística y no de entrevista, que es lo que a mí me parecía interesante. Yo quería leer las opiniones en una larga e interesante entrevista, con unas preguntas adecuadas, las necesarias y las ingeniosas, las que permitan reconocer algo más del personaje y si pudiera ser de la persona -algo muy complicado, porque el personaje se suele comer a la persona-, y me encuentro con un encargo de El País a John Carlin: «Johnny, ve a Nueva York, entrevista a la nueva directora, y luego escríbelo como quieras». Abramson habrá pedido copia del reportaje y habrá pensado que Carlin podría trabajar en un blog, cosa que Carlin le reprocha con acierto -habla sobre cómo controlar la calidad de los contenidos en un blog, y me alegro, pues es algo que ya comenté aquí alguna vez-, aunque no sé si Carlin maneja HTML5 y es algo que a Jill le vuelve loca -se entiende que un reportero del NYT es conveniente que domine el lenguaje y tenga conocimientos sobre multimedia para manejar su blog, si llega la ocasión-.
Dejemos los puntos negativos, por ahora. En cuanto a los dos primeros párrafos que abren este artículo, me sorprende, como dije en el segundo punto, no ya que haya trabajadores que consideren que expresar dudas sobre la dirección de un medio adjudique, de inmediato, un atisbo de incapacidad sobre el autor, en este caso autora, de dicha declaración espontánea y sincera, sino que, además, se enjuicie negativamente un aspecto fundamental como es el equipo de trabajo.
¿Cuando llegó el nuevo director a El País, se fue rodeando de su equipo de trabajo y hubo cambios en diversas áreas del periódico, o el equipo es el mismo desde su llegada al cargo? ¿Cuando un ministro sustituye a otro, incorpora a su equipo a los cargos de confianza? Como Carlin es un periodista deportivo, hagámoslo en modo de deporte: ¿cuando Florentino Pérez llegó al Real Madrid, los empleados del club vieron como un signo de debilidad que hiciera una «limpia» con los cargos del presidente anterior o como un signo de fortaleza y sentido común?
A menudo, las personas teñimos de valores los actos de los demás, y les damos un significado dentro de nuestras normas vitales, muchas de ellas conformadas por nuestra pertenencia a una cultura y una educación. ¿Qué le aporta a la entrevista que haya escrito un libro sobre su mascota? Sí, queremos conocer al personaje, pero aparte de la rumorología y las impresones subjetivas del entrevistador, que son útiles como percepción de ese periodista, también querríamos haber leído sobre cómo funciona el periódico, qué aspectos han cambiado y están cambiando según su visión, qué opina ella de la llegada de una mujer a un puesto como el suyo, etc. Y si no queda claro, que repregunte, que va con el sueldo.
Esto es como la observación de que los adjetivos que usa durante la entrevista son rigurosos y formales, salvo uno que repite al final, «fantástico», y de cuya descripción semántica tengo mis serias dudas. ¿Acaso no es habitual, en una persona con una alta formación cultural, que viene dada tanto por sus cargos previos, donde ha aprendido a manejar un lenguaje formal y muy conciso, y los años de experiencia en su labor periodística, que use una serie de adjetivos cultos y neutros y que en su mente, de forma espontánea, para enriquecer el discurso, o como muletilla habitual, use este adjetivo? Lo veo más como aprovechar un final de entrevista para colar la publicidad de la calidad de su periódico, «tenemos un periódico con una información fantástica».
Por no hablar de esa anécdota final en la que describe un momento en que se «quebró» -fíjense qué literario- y reconoció a otros colegas que tenía dudas. ¿Habría dicho Carlin de un hombre de su edad, 55 años, que se «quebró» al reconocer que tenía dudas sobre su nuevo cargo y esperaba hacerlo bien? ¿Pero por qué se ha extendido en nuestro imaginario colectivo que la actitud ideal de una mujer en un cargo de importancia debe apoyarse en la de Margaret Thatcher? Se puede ser profesional; se puede llamar la atención a un trabajador por un error de bulto o uno menor, según el grado y el momento; se puede uno equivocar en las formas y, sobre todo, se puede ser persona, porque el periodismo es una actividad humana (¿cuál no la es?).
Lo único que dijo fue «hola». No tímida, sino segura de sí misma, estuvo sentada durante toda la entrevista con las piernas cruzadas como un hombre, el tacón del zapato derecho sobre la rodilla izquierda. Muy de vez en cuando soltaba una risa seca y ligera, pero, por lo demás, se mantuvo serena como un monje, o una monja, salvo por el traje elegante y discreto que llevaba y el ancho pañuelo de seda en unos tonos verdes y violetas propios de la vidriera de una iglesia. Me senté en otra silla, en perpendicular a ella, y le pregunté sobre su libro, el primero que ha escrito por sí sola […]
No sabía que había formas masculinas o femeninas de estar sentado. Sabemos que hay etiquetas en según qué niveles empresariales te muevas, donde esta urbanidad es tan absurda como los manuales para señoritas de los años sesenta. Es obvio que a Carlin le recordó a una monja, una mujer con un rostro hierático, que se sienta como un hombre y que dice un seco «hola», como si tuviera evidentes problemas para comunicarse con los demás o mantuviera una distancia emocional y física con su interlocutor. Algo, por lo demás, nada raro cuando viene un periódico extranjero para conocerte y eres la primera mujer en un cargo tan tradicional en el, probablemente, periódico más prestigioso del mundo occidental. Parece querer decir Carlin que esta actitud es negativa -de hecho, no hay nadie que me vaya a convencer de que esa descripción es aséptica-, y que debería haber sido una rubia de cuarenta y dos años, sonriente, afable, amable, encantadora, discreta, muy inteligente, lista, veloz en la respuesta, con un traje elegante -nadie reprocha a una mujer que, dado su cargo, sea elegante en su vestir- y con unas tetas maravillosas.
No puedo dejar de darle vueltas al texto. Lo he vuelto a releer antes de comenzar a escribir este artículo, y a cada lectura me gusta menos. No sé si decir que es tendencioso, ni que el artículo no es interesante, que lo es: hay mucho jugo que sacar. Pero me molestan mucho los estereotipos que se mantienen en esta sociedad, y que se vuelva a caer en tópicos, aunque sean insinuados, sobre el papel de la mujer en puestos de poder, el liderazgo entendido como alguien que no presenta fisuras por ninguna parte, la negación del derecho a mostrar debilidad, dudas, o tan siquiera el derecho de pasar por un mal día. ¡Ni eso tenemos! Una anécdota como esa pasa de ser anécdota a ser un síntoma, querido John, revisado por tu pluma. Una duda o un momento de incertidumbre son el paso previo a una certeza y una certidumbre. Y en esto nada tiene que ver ser hombre o mujer.
No se trata de establecer una paridad. Cuando dicen en el artículo que en el NYT se decidió en su momento por promocionar mujeres, y que muchas tuvieron que ser despedidas porque no daban la talla o hacían el ridículo, me hace preguntarme cuántos hombres ridículos habrían pasado con anterioridad por esos cargos. Es este tipo de anormalidad en los argumentos lo que me exasperan. Por otra parte, me parece que, monja o demonio, que una mujer dirija el New York Times me da lo mismo que el que lo dirija un hombre. En todo caso, habrá que ver lo que le interesa a la empresa. En el otro lado está el periodismo mundial y los lectores, que haremos el juicio posterior de si, con Jill Abramson, no se ha colapsado el mundo, ni ha sobrevenido una catástrofe natural porque use un adjetivo «imaginativo», porque reconozca en público el miedo o la responsabilidad que conlleva su cargo -que no es sino la certeza del peso de esa responsabilidad que cae un día cualquiera, como una tonelada de plomo, justo antes de levantarla con los brazos y cargarla a la espalda, como nos da miedo tantas otras cosas de nuestra vida, unas mundanas, otras vitales-, o que escriba un libro sobre mascotas.
Se atrevió a mostrar, en el mundo hasta entonces rígido y masculino de The New York Times, una sensibilidad manifiestamente tierna. (En el libro no se reprime de emplear expresiones como «adorar», «locamente enamorada» y «pura felicidad» para describir su relación con el perro).
¿Una sensibilidad manifiestamente tierna no es como decir la chica guapa es bonita? ¿Y por qué habría de «reprimirse», John? ¿No puede decir que adora a su perro como cualquier vecino que le habla a su perro como si pudiera entender lo que le dice? ¿Tal vez deberías haber sopesado el uso de ese verbo, que tiene un matiz ciertamente peyorativo, y haber usado un más neutro «En el libro emplea expresiones…», que hubiera dado un párrafo con la misma información pero sin tu subjetividad de varón que ya pasa de los cincuenta años?
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