¿Tienes gato? Historia del Floflo

El mundo está lleno de Floflos

Después de unas pocas horas con el Floflo, la gata negra que tengo de visita en mi casa, no tengo ninguna duda de que los gatos están en lo más alto de la pirámide evolutiva. ¿Qué pruebas científicas tengo sobre este particular, se preguntarán ustedes? Pues las que me da la aplicación del método descartiano. El Floflo ordena y manda, de tal forma que soy yo el domesticado y él, el domesticador.

-No –dijo el principito–. Busco amigos. ¿Qué significa «domesticar»?

-Es algo demasiado olvidado –dijo el zorro– Significa «crear lazos…»

-¿Crear lazos?

-Claro –dijo el zorro–. Todavía no eres para mí más que un niño parecido a otros cien mil niños. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. No soy para ti más que un zorro parecido a otros cien mil zorros. Pero, si me domesticas, tendremos necesidad uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo. Yo seré para ti único en el mundo…

El Principito, Saint-Exupéry

Puede pasarme muchos minutos mirando al Floflo fijamente, tratando de imitar su pose de esfinge, su ausencia de pestañeo. Los gatos generan una asombrosa gana de mímesis de su comportamiento: a menudo, con ella a mi vera, actúo «a lo gatuno». No pocas veces me relamo y, al poco, ella imita el gesto. Es el único momento de control del que disfruto en la convivencia que tengo cuando mi hermana la trae a casa, o durante los primeros años, cuando era una cosita pequeña y negra que trajimos del albergue municipal.

El Floflo es una gata negra, con unas pocas canas en el pecho, un poco más pequeña que el tamaño doméstico estándar, con los ojos amarillos. Sé que ustedes leen «el» Floflo, y no «la» Floflo, pero ya desde pequeña la bauticé con «el», como si fuera «el» objeto. Este «¿Qué pasa, Floflo»? con que la saludo cuando la veo es dicho con una voz mía peculiar, en tono grave que deviene en más agudo, con un matiz lastimero, y un final de imitación de un ladrido afónico. Lo grabaría pero sería demasiado viral. 😀

Cuando el Floflo era una gata pequeña, jugando a tocarle el vientre, me mordía el dedo, sujeto entre sus garras; y cuando gemía, dejaba de morder y me miraba fijamente, por lo que establecí que era consciente de que había una distancia entre el juego y el ensañamiento desaprensivo con mi dedo. Con el paso del tiempo creció y le nació esa mala leche, que compagina de forma sorprendente con lo cobarde y vengativa que es. La veterinaria, tras castrarla, dijo cuando la recogimos: «¿La gata negra es la tuya? Dios mío, menudo carácter», y creo que hasta respiró aliviada cuando nos la llevamos de su consulta; nos reíamos en el coche, y no queríamos ni imaginarnos lo que tuvo que ser el simple hecho de que una extraña le acercara un dedo a menos de un metro. Se acostumbró luego a estos ataques de rebeldía; digo, nos acostumbró a que, en cualquier momento, podía atacar sin ser vista, y obsequiarnos con  certeras dentelladas rebeldes cuando no obtenía lo que quería, a saber:

a) Caricias.

b) Que la acompañes a comer. Esto incluye el ritual de que vea caer, y escuchar después, el pienso en su comedero, a riesgo de que te de una serenata de maullidos hasta que lo hagas -o el correspondiente ataque sorpresa a los tobillos, gemelos, o lo que le venga bien-.

c) Que le abras alguna puerta.

d) Que la intentes sacar de un armario, caja, etc., en la que repose o considere que es «su sitio», ya puede estar sobre tu prenda más delicada, que lo mismo le da que le da lo mismo. En este caso, con grave riesgo físico para todo aquel que lo intente -no pocas cicatrices de sus dentelladas o sus garras han padecido estos manos que ahora bailan sobre el teclado-.

En realidad, es una experta en la guerra de guerrillas, posiblemente porque de pequeña se vería conmigo la trilogía de El Padrino, y aprendió que la venganza se sirve fría. Va por detrás tuyo en cuanto le das la espalda y ni te acuerdas de lo que te pedía a maullido batiente; entonces, desprevenido, te ataca sin piedad con la velocidad de un cuerpo de operaciones especiales. Su modus operandi es el siguiente: zarpazo con ambas manos a la altura de los tobillos, y rápida huida en pos de un refugio (debajo de una cama, bajo la mesa del salón, son los más frecuentes), mientras tú le dices «¡Nooooooo!», enfadado entre el susto y el desgarro, y la persigues hasta allá abajo, a la distancia prudencial en la que tienes que estirarte del todo para cogerla -y lo sabe-, inmutable, aquellos ojos amarillos relumbrando en la oscuridad, y repites el «¡Noooooooo!» mientras ella te mire con su consabido: «lo sé, pero te jodes, y como metas la mano ya sabes lo que toca» y sus maullidos de advertencia que suenan -pero no engañan a nadie- lastimeros.

Ahora que ya es mayor, ha optado por dejar la guerra de guerrillas por una pasiva mirada de «no me hagas moverme, que no me toca ir a comer todavía». Su rutina diaria es: si estás viendo la tele, se sube de un salto a tu vera. Se cuadra como los gatos de porcelana, y en cuanto giras la cabeza te encuentras su maullido en pleno rostro. «Acaríciame, chaval», parece decirme. Entonces, advertido, se gira, y me pone su lomo y agita su rabo mientras espera el masaje. ¿Por qué suele elegir el momento en que estoy concentrado viendo la televisión para venir a fastidiarme?

Pero, como si no fuera suficiente, la torturadora, en cuanto cedes en el masaje, gira su cuello ciento ochenta grados y lanza un maullido de advertencia: «¿quién te dijo que podías dejar de acariciarme, chaval?». Y vuelta a la rutina. Cuando te cansabas, hace años, puede que insistiera hasta agotarte la paciencia con un concierto de maullidos para que retomaras la tarea; en caso contrario, ya se sabe:guerra de guerrillas. Hoy, más viejita, se contenta con saltar al otro sofá, como un titiritero que se cansa de jugar con su muñeco favorito.

Si, por el contrario, con su fino oído escucha que te levantas de donde sea, sale como alma que lleva el diablo de donde quiera que estuviera echada y, al trote cochinero, te sigue, siempre a tu vera, como un lobo que guía una manada de ovejas; salvo, por supuesto, que me desvíe del sendero que conduce a su comida, en cuyo caso maúlla para reconducirme por el buen camino. Cuando he probado a detenerme, para ver su comportamiento, se detiene conmigo. Si ve que no avanzo, eleva su cabeza, maúlla, y entonces una de dos: o la acompaño o concierto en mi mayor de maullidos agudos que llegan con precisión al tímpano  (o zarpazo en cuanto te marches a tus tareas, porque nunca se sabe, ¡nunca se está a salvo cuando el Floflo anda cerca!).

De toda esta verbena se libra mi hermana -aunque no sabría decir cuánto-, ya que, según ella, sabe quién manda en su casa y, en su teoría, considera que a mí me hace todo esto porque «sabe que te puede vacilar».

Y es por esta prueba empírica por la que considero que el gato está en lo alto de la cadena evolutiva. ¿Y en tu casa, también manda tu gato? 😀

Imagen: http://la-mirada-de-elena.blogspot.com.

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Sobre el Autor

Julio

La idea de este blog nació de la pasión por escribir y compartir con otros mis ideas. Me interesa la escritura creativa y la literatura en general, pero también la web 2.0, la educación, la sexualidad... Mi intención, en definitiva, es dar rienda suelta a mis pasiones y conocer las de otros; las tuyas. ¡Un saludo!

4 Comentarios

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  • Mi gato negro y de ojos amarillos se llama Bicho, y si que manda sí! pero con menos mala leche que la de tu hermana (por cierto, si es la que yo conocí por La Laguna dale recuerdos!). Bicho es el gato másssss insistente del mundo para que le des comida, me sigue a todos lados y me da ligeras mordiditas en los tobillos, pero sin hacerme daño, como con cuidadito, sólo para demostrarme que aún sigue ahí. Y si no no le hago caso me va rodeando los pies a medida que camino por la casa una y otra vez hasta que me hace tropezar! Y otra cosa es que no puede haber una puerta cerrada, porque si está dentro quiere salir y si está fuera, quiere entrar y así me tiene siempre!! Y mi cama es suya, por supuesto, se echa donde quiere y yo ya me puedo buscar la vida y resignarme a dormir en el hueco que el me deja, porque no se mueve ni a tiros! pero se lo consiento porque es un cachito de pan, másss bueno! Creo que de todos los gatos que he tenido es el más bobalicón de todos 🙂
    besossssss!!!

    • ¿Has visto? Si al final, los gatos son todos iguales, aunque el Floflo sea más salvaje, jaja. A mí me fascinan, sobre todo su comportamiento y lo inteligentes que son; o tal vez es instinto, siempre tengo esa duda. Sí, le daré recuerdos cuando la vea. Un abrazote para ti y una rascada de lomo para el Bicho. 😀

  • Siempre me han gustado más los perros, son más fieles y menos traicioneros; esta última siendo la palabra que por antonomasia asocio a los gatos.

    Y creo que el sentimiento es mutuo, tampoco suelo agradar demasiado a los gatos. Aunque una vez domé a una de lo más fieras y reacias a que le tocaran siquiera. Supongo que es una especie de amor-odio, curiosidad por el enemigo, y a la vez, admiración por lo independientes que son. Y la belleza, no nos olvidemos de la belleza de los gatos. Elegancia, porte, saber estar.

    También he de decir que hace poco conocí al primer gato (macho, esta vez) que se acercó a mí a la primera. No sé si es porque su dueño le advirtió previamente de que tenía que tratarme bien, jajaja.

    • Sí, pero te lamen, ocupan mucho sitio, tienes que sacarlos al menos un par de veces al día… Mucho coñazo. Y no son tan hipnóticos como los gatos. Claro que esto forma parte del gusto personal, yo he tenido perros y sí, molan, pero ocuparse de ellos mola menos. Me gusta muchísimo, como a ti, lo independientes que son, eso es genial. Besotes. 😀

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