Lanzarote
Lanzarote.
Una isla que impactó sensibilidades como la de los escritores José Saramago y Unamuno; para este, cuatro meses fueron suficientes. Para el portugués, Lanzarote cambió profundamente su mundo interior y contaminó, por tanto, su escritura. Es preciosa esa fusión con el entorno porque considero que nos acerca más a la felicidad y a la plenitud, sea lo que sea que signifique esto; es el UNO.
Viniendo de una capital como Las Palmas, acostumbrado a la 5ª y 6ª velocidad, el contraste de soledades es significativo. La idea de soledad es más fuerte aquí que en Gran Canaria; llama más a tu mente, la hueles, la sientes en la piel, como una vieja de trapos negros que deambula en bicicleta por la costa. Porque la soledad en Lanzarote es una cierta compañía; la de uno mismo, pero más intensa y anexada a tu piel; tal vez como la sintió Saramago…
La soledad de la gran ciudad puede aliviarse de muchas formas: teniendo una personalidad definida -con el tiempo aprendes que solo cuando estás realmente solo contigo mismo, creces; sin embargo, en mi soledad voy al cine, o a tomar un café, o a escribir, o a hacer deporte, y en el bullicio de la ciudad nunca me siento solo… es la sordina de Lanzarote que, al quitar todo ruido, hace que percibas el aislamiento de forma más aguda, y tu instropección se multiplica por mil-, o, en general, con las actividades propias de la muchedumbre urbana -necesitamos el contacto-, que se reúne y se busca sin solidaridad -con excepciones-, sin entrega absoluta -por las continuas gilipolleces que sufrimos desde que somos niños a la edad adulta, que no es sino pervertir el niño original que debimos ser ahora, pasado el tiempo-, sino en un trueque: tu soledad por la mía, y vamos juntos, aunque fluyamos vidas distintas. Ahí aparecen las frustraciones habituales, los divanes de psiquiatras y el humor como válvula de escape.
Sin embargo, la soledad en Lanzarote se respira en el olor del aire, en el extraño y denso frío de Arrecife al amanecer, o, quizás, en las vidas de caparazones de tortuga de los que conoces, que son gentes con vidas sostenidas en micronodos -nada de enormes grupos de estruendosos vividores urbanitas-: allá en Fariones, allí en Famara, más acá en Puerto del Carmen… Y esta soledad se contagia a los extraños que arriban a su tierra madre, que viven confinados en un aislamiento voluntario, a mis ojos. Y se quedan, y hacen una vida, y otra, y otra, porque son varias las vidas que vivimos, concatenadas en episodios de N años.
Arrecife es una ciudad costera que, al mismo tiempo, es un núcleo urbano enquistado en los años noventa. Su diseño es el de cualquier fea ciudad: un laberinto de calles sucias, estrechas, fachadas de hoteles cuya parte trasera están, literalmente, a medio construir, y todo este disgusto estético se enroca con la pizzería y la hamburguesería más famosas del mundo.
Pero no encuentras un bar de pescado, pulpo y papas arrugadas con mojo en mil metros a la redonda. Uno decente, quiero decir, salvo unos pequeños bares huyendo de Arrecife y, me cuentan, la Cofradía de Pescadores. Soy todavía un neófito de la gastronomía de Lanzarote porque llevo demasiado poco tiempo, y aún menos me resta, así que deben tomar mis indicaciones con suma precaución.
La impresión es que Lanzarote es una isla donde no te quedas a vivir una vida concatenada sin una firme intención. Me quedo, dicen los no lugareños, los que llegan de otras partes: inmigrantes, canarios trabajadores que llegan desde otras islas… Me quedo porque así lo quiero, con autoridad, te parecen decir cuando los miras a los ojos y la noche de encuentros de los que buscan sacar la nariz del mar y encontrarse en el ocio nocturno de El Charco de San Ginés.
De todas formas, siento que Arrecife, y Lanzarote en su conjunto, van esculpiendo las esferas con las que levito mientras cojo la bicicleta, es un entorno peculiar, quieto, que necesita reposo. Tengo la sensación de que Lanzarote puede ser un balneario en el que necesitas una larga estancia pero que, sin duda, marca un antes y un después en el ojo interior.
Voy a nadar, cojo la bicicleta, doy largos paseos o salgo de noche a dejarme disfrutar de la conversación, al encuentro aleatorio de la belleza femenina que embriaga en un chispazo de moléculas lanzadas entre palabras, de conocer otras gentes, aunque sean de tu entorno profesional y la empatía llegue a través de charlas sobre el trabajo. Pero, sin embargo, no es el tópico: son las emociones y las perspectivas lo que se deslizan en la estructura profunda, y eso es lo que me interesa.
Una noche intenté un experimento con una persona. Después de preguntarle por su profesión, le pregunté qué otra cosa de su vida conecta con su trabajo que la hace mejor profesional. Su respuesta fue una evasiva; le saltaron las alarmas como si le hubiera pedido los cuatro dígitos de su tarjeta de crédito.
Es el mundo en que vivimos, no es su culpa, recortados como aquellas hojas donde venían trajes de papel que colocabas a las muñecas de papel cuando jugabas con tus hermanas en la infancia. La cuestión era jugar.
Lo dejé estar; me hubiera gustado decirle que mientras más dominios posea ajenos a su trabajo, más y mejores habilidades tendrá para desarrollarlos, porque, como decía Ortega y Gasset, el que solo sabe de una cosa es un ignorante. Al alumnado le digo una máxima:
Vive y comparte tu pasión, y pregunta la de los demás.
Y, claro, yo la cumplo.
Anécdotas aparte, la tarde se ha puesto gris, las nubes amenazan una tormenta que no sucederá, y mañana llegará otro día. Me cuesta mucho imaginarme una vida en una isla como esta; en mi mente ambiciono, en todo caso, las grandes ciudades del mundo. Las Palmas es provinciana, y existe todo un mundo ahí afuera para explorar. Así que, de entrada, lo tengo como campamento base, a la espera de que los vientos alisios me cimbreen hacia aquí o hacia allá como al millo.
O que una mariposa bata las alas en Tokio y me haga llegar de nuevo a Arrecife. ¿Será el karma? Para un amante de la estética y la belleza en general, de la creación aunque no sea artística, Arrecife es una verruga en el Atlántico.
¿All i need? Lisa Bassenge tiene algo de Lanzarote…
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