Las aventuras de Chloé

Chloé, una pelirroja a la que la naturaleza le había dibujado una sonrisa tan acaramelada como la de Regina Spektor, balanceaba graciosamente un pierna sobra la rodilla de la contraria, ensimismada en esas rutinas enojosas de su cotidianidad. La devolvió al mundo real el tintineo de la cucharilla contra la taza que depositó el camarero en su mesa. Miró aquella galletita de chocolate con desdén; le hubiera gustado encontrarse cualquier otra, e incluso pensó que hubiera sido divertido que la hubieran sorprendido con otro tipo de pasta, tal vez un barquillo, o, por qué no, una piruleta gigante que descompensara la realidad precisa que la rodeaba: las mesas del interior tan bien alineadas, las paredes de madera con láminas gigantes de Kandinssky o Pollock; las señoras y los maridos tomando el café en silencio con esos trajes de estreno de tarde de viernes, las chicas lanzando risas y aspavientos al aire, que hacían llenarse el aire de hormonas como si fueran esporas sobrantes de su condición cruda y juvenil; y apenas, por lo que pudo detectar, algún soltero de mediana edad con el que valiera la pena coquetear dejando caer un poco más el escote de su blusa de gasa de delicados tonos azulados…

Tomó varios sorbos de aquel delicioso café con ron jamaicano y, dispuesta a quedarse en aquel rincón próximo a la barra, como un fuerte que resistiera a las miradas reprobadoras que parecían inquirirle con su soledad, su lejanía del bullicio, la protesta de su voluntad a quedarse encerrada en casa, aquella jaula de cemento y objetos, creyó ver a un hombre que la observaba. Es muy torpe, sentenció Chloé, que le veía hacer el siguiente movimiento: pasaba una hoja del periódico, leía la hoja de la derecha, leía la hoja de la izquierda, y al volver a pasar la hoja, la miraba. ¡UUUps!, se ha dado cuenta de que lo miraba… y… Vaya, no ha cambiado la rutina. ¿Una variable en este soporífero mes, quizás?, se dijo.

Chloé se incorporó para ir al baño. Estuvo dubitativa; ¿y si lo interpreta como desinterés? Estos hombres, ya sabemos cómo son, unos absolutos cobardes, hay que ponerles la alfombra y un letrero bien grande en la puerta  que diga: ¡pero entra, imbécil! Pero Chloé tenía que rodar su silla, y en su convicción sobre las relaciones con los hombres se negaba a dar más facilidades de las que cualquier mujer de una casa decente suele ofrecer, así que la excusa perfecta era ir al baño, retocarse, tal vez soltarse otro botón de la blusa, y ofrecerle a aquel hombre una perspectiva como Dios manda. ¡Ella era una pelilrroja despampanante, por supuesto! No eran pocos los hombres, la mayoría aburridísimos y con un futuro prometedor, que la intentaban seducir -unos pocos, los más guapos y canallas,con éxito en esos encuentros esporádicos en parques, muelles, casi siempre en coches de clase media-, y no era inhabitual que en sus paseos por el malecón los hombres se viraran -ella los veía a su espalda, a través del espejito con que se retocaba, y le producía esa sonrisa suya tan peculiar-, o bien que se desviaran de su caminar agitado para acercarse a su vera y piropearla o insuarle sexo, un sexo descrito muy brevemente pero que a pesar de esta brevedad llevaba el signo de algo sórdido, animal, y que… no podía evitar que este pensamiento la iluminara ahí adentro.

Cuando volvió del baño, con su minifalda negra, sus piernas largas y torneadas, un pequeño brazalete de oro adornando su tobillo derecho, los zapatos con tacones de diez centímetros y de un turquesa que hacía una estupenda combinación con los tonos azules de su blusa, no sería exagerado decir que los hombres de la cafetería, como en una coreografía de un musical, habían girado su cabeza al verla salir del baño; tal era la expectación por ver moverse a Chloé. Los grupitos de chicas jóvenes, que se habían percatado de la presencia de la pelirroja nada más entraron a la cafetería, comenzaron a hacer más ruidos y aspavientos, y hasta una se levantó y pidió algo en voz alta, nadie entendió muy bien qué, pero fue suficiente para devolver la atención a su mesa. Conforma de haber quebrado aquel instante, se sentó satisfecha y siguió hablando con sus amigas como si tal cosa, mientras los hombres se miraban y se preguntaban qué demonios había preguntado aquella muchachita.

Chloé, que llevaba el pelo recogido en un moño y la hacía parecer una secretaria en su hora de descanso, aprovechó para girar la silla hacia la derecha, de tal forma que el hombre, que aún seguía allí y no apartaba su mirada, pudiera contemplarla en todo su esplendor. Ella hacía como que miraba distraída a todas partes; sus ademanes a la hora de tomar café no dejaban la menor duda de que era una mujer con clase pero sin resultar cursi. Se secó los labios con la servilleta y, como si retocara sus labios, pasó un dedo de forma leve por los mismos, mientras los entreabría. Aquello, pensó, debería gustarle. Miró de reojo. Aquel hombre la miraba, sí, pero no sentía que, en concreto, la mirara a su rostro. Chloé, que siempre se sentaba con las piernas cruzadas  y no dejaba de balancearlas nunca, aunque ella no era consciente de esto, pensó que tal vez el éxito radicaba en su escote. Tenía un pecho en apariencia pequeño, lo que le permitía llevar su ropa con elegancia; nada le quedaba mal. Sin embargo, era un pecho consistente, carnoso, lo suficiente para que los hombres desearan lanzarse sobre ellos a la menor oportunidad mientras ella sonreía de aquella forma tan amorosa.

Pero, no; aquel hombre, que seguía leyendo el periódico y bebiendo lo que parecía whisky con ese extraño procedimiento, ya no miraba su escote. Ahora estaba segura… ¿Tenía la mirada inclinada…? ¡Sí! Ahora fue evidente, pensó… Me mira las piernas, claro… Se sonrió a sí misma, como si hubiera resuelto un enigma que la fortaleciera por dentro. ¿Y ahora qué?, se dijo. Chloé tomó otro sorbo largo de café, que ya estaba acabando y, sincronizada con el momento en que ella sabía que el hombre miraría al pasar la hoja de la izquierda, descruzó las piernas, contó uno, dos, tres… y las volvió a cruzar del otro lado. ¿Qué hace?, se dijo Chloé, ahogando una carcajada de triunfo. ¿Se ha quedado mirándome fijamente?

Si le hubiera preguntado una amiga, en una situación similar, las probabilidades de que, en aquel momento, aquel hombre se hubiera levantado y se hubiera acercado con su vaso de whisky en la mano a su mesa, le hubiera dicho que, como buena matemática, las probabilidades tendían a menos infinito. Pero eso fue exactamente lo que hizo aquel hombre.

-¿Puedo sentarme? -dijo, con una sonrisa que intentaba ser amable, aunque Chloé notó que la hacía con seguridad-.

-Ya me iba -dijo Chloé.

-Solo será un instante… Me llamo Julio -dijo el hombre, sentándose a la mesa y dejando allí su copa de whisky-.

-Sabe que todos nos miran, verdad.

-Qué más dá lo que opine el mundo -respondió él, esta vez con una sonrisa que intentaba ser seductora-.

-Yo también he visto Casablanca -dijo ella, pero sin ser demasiado brusca, concluyendo la frase con esa sonrisa suya tan característica-.

-¿Cómo te llamas? Me llamo Julio, encantado -dijo el hombre, que se levantó, le dió un beso en la mejilla, y se volvió a sentar-.

-Chloé, encantada -dijo ella, que comenzaba a sentir una sensación extraña con aquel desconocido.

-No he podido evitar mirarte desde allí. No te he quitado ojo.

-¿Ah sí? -dijo ella- Pues no te confundas conmigo…

-Sabes que te he estado mirando. Cada vez que pasaba la hoja, te miraba. Sin embargo, estoy seguro de que no sabes qué.

-¿Y quién te ha dicho que me gustaría saberlo?

-No sabía que mirarle los pies a una mujer era algo tan ofensivo… Los llevas al aire, ¿no? Además, quería ver el color de tus uñas… azules, ¿eh? Un color precioso. Tienes los pies más bonitos y sexys que he visto en mi vida.

Chloé se maldijo a sí misma, rompió una rama de fresno sobre la cabeza de aquel tipo, arrojó la mesa sobre él, incendió el local y desapareció, o eso querría haber podido hacer, porque aquel tipo se había metido en su mente, había conectado las clavijas y le había arrancado una de las sonrisas que había estado reservando para el día de su boda.

-Gracias -dijo, porque era lo único que podía decir-.

-¿Puedo? -dijo Julio, acercando su silla frente a la de ella, de tal forma que su espalda casi los tapaba a los dos. La cafetería había asistido , con el disimulo de su ajetreo y sus charlas intrascendentes, al encuentro, pero ya todo había vuelto a su justo lugar y los grupos de jovencitas parecían más activas y sonrientes que nunca, una vez que la pelirroja había cazado a uno y disponían del resto para ellas.

-Bueno -dijo Chloé, estirando una pierna, que quedó sobre la rodilla de aquel desconocido-.

Julio tomó los tobillos como si estuviera ante una pieza de porcelana. Pasó los dedos por el empeine.

-Tiene una forma preciosa -dijo, mirándola a los ojos fijamente-. Es lo más bonito que he visto en mi vida -continuó, y solo hacía falta mirarlo al rostro para darse cuenta de su ensimismamiento-.

Pasó sus dedos por el látex frío y deslizante. Entonces, sin avisarla, sacó el zapato azul y dejó el pie al aire. Chloé no dijo nada porque, en realidad, no sabía qué decir o qué hacer. Aquel hombre estaba adorando su pie y a ella no solo no le incomodaba, sino que, además, eso que le estaba sucediendo rompía la arquitectura preestablecida del día, los horarios, las personas anónimas que se cruzaban por la calle, las clases en la universidad, la llamada nocturna de su madre, la soledad de su cama al amanecer, y sí, sentía que le gustaba y que por nada del mundo iba a estropear aquello diciendo algo inadecuado. Julio recorrió entonces los dedos azules, más bien chatos, y pasó su mano por la planta, con sumo cuidado. ¿Qué es eso que he notado?, se dijo Chloé. ¿Cosquillas? No, no, espera, lo vuelve a hacer… No son cosquillas, es como una pequeña descarga eléctrica… ¿Me está gustando?

Julio miró por unos instantes a Chloé, mientras masajeaba aquel pie desnudo con sumo cuidado, recorriendo sus huecos, estimulando las zonas más sensibles… Era evidente que no era la primera vez que lo hacía.

-Súbete la minifalda, así no puedo levantarlo -dijo Julio como un operario le dice a su ayudante que faltan por llevar diez contenedores más al carguero-.

¿Es un loco? Que me levante la minifalda, en un lugar público como este… Chloé aguardó unos segundos, iba a decir algo, y entonces… su cuello se contrajo hacia atrás, como un breve latigazo… Mmmm… ¡Lo había sentido! Por Dios… Julio había cogido su otro pie, lo había apoyado en su otra rodilla, y tras quitarle el zapato, cuyo ruido al caer hizo girar las miradas, había comenzado a masajear ambos pies al mismo tiempo. Y esa sensación comenzaba a ponerla caliente. Ella nunca hablaría así a un hombre, no era de esas que les gustaba que la llamaran puta o zorra mientras lo hacía, no, eso jamás, por más humillaciones que estuviera dispuesta a soportar con un hombre en la cama… Notó que su respiración se estaba agitando, que tal vez Julio se iba a dar cuenta de que sus mejillas se habían sonrojado, y de que… sí… sus pezones estaban erizados de hacía ya tiempo y la blusa de gasa no ayudaba a disimularlo…

-Súbetela -dijo Julio, mirándola a los ojos, no como un ruego, ni como una orden, sino en el tono de un guía que va mostrándote el camino hacia un rincón oculto de la ciudad.

Chloé se subió la minifalda y no había terminado de hacerlo cuando Julio cogió su pie izquierdo, lo levantó todo lo que pudo, con la rodilla ligeramente inclinada, y se metió el dedo gordo hasta el fondo. Chloé miraba aquello como un niño ante los ojos de un mago y la primera reacción de su cuerpo fue tragar saliva. Julio comenzó a meter y sacar el dedo gordo de su boca; lo rebañó en la lengua, dejó caer saliva, y sonriendo con cierta malicia, dejó que una gota cayera por el lateral para que Chloé la sintiera… y acto seguido sacó su lengua untada en whisky y lamió desvergonzadamente la gota de saliva en sentido inverso, hasta llegar de nuevo al dedo gordo, que volvió a hundir en aquella cueva que estaba mojada y caliente… Sí, se dijo Chloé, mientras miraba a Julio con su sonrisa acaramelada, mientras miraba a Julio con el asombro de quien mira a un hambriento comerse un filete, estoy iluminada por dentro, y por Dios, no quiero que pare…

Dedicado a: Araceli. 😀

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Sobre el Autor

Julio

La idea de este blog nació de la pasión por escribir y compartir con otros mis ideas. Me interesa la escritura creativa y la literatura en general, pero también la web 2.0, la educación, la sexualidad... Mi intención, en definitiva, es dar rienda suelta a mis pasiones y conocer las de otros; las tuyas. ¡Un saludo!

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