La emboscadura de Ernst Jünger
La escritura de Jünger es clara y hasta podría adjetivarse de sencilla. Pero es un engaño: tras sus frases bien construidas y su estilo llano -que no vulgar- se esconde un tratado con ideas que explican y amplían la conciencia de nuestro presente. Me ha impactado mucho su lectura, como pocas obras -igual de mayor trascendencia social y filosófica que La emboscadura- en los últimos años.
Recomiendo su lectura en-ca-re-ci-da-men-te. Y, al contrario que en el cine actual, no desgrano la trama en un resumen sucinto. Valga este párrafo como introducción.
Una de las notas características y específicas de nuestro tiempo es que en él van unidas las escenas significativas y los actores insignificantes. Esto es algo que se pone de manifiesto sobre todo en los grandes hombres que aparecen en su escenario; uno tiene la impresión de que todos ellos son personajes de ésos que pueden encontrarse en las cantidades que se desee tanto en los cafés de Ginebra o de Viena cuanto en provincianos mesas de oficiales del ejército o también en oscuros caravasares. En aquellos sitios donde, además de la mera fuerza de voluntad, aparecen también rasgos espirituales, nos está permitido sacar la conclusión de que allí perdura un material antiguo; tal es, por ejemplo, el caso de Clemenceau, del que puede decirse que era un hombre de una pieza.
Lo que en este espectáculo resulta irritante es que en él la mediocridad va asociada a un poder funcional enorme. Estos son los hombres en cuya presencia se ponen a temblar millones de seres humanos, los hombres de cuyas decisiones dependen millones de personas. Y, sin embargo, son los mismos hombres de los cuales es preciso decir que han sido elegidos con un zarpazo infalible por el Zeitgeist, el Espíritu del Tiempo, si es que queremos contemplar aquí a tal espíritu en uno de sus aspectos posibles, el de un enérgico empresario de demoliciones. Ninguna de esas expropiaciones, socializaciones, electrificaciones, concentraciones de tierras, fraccionamientos y pulverizaciones que se llevan a cabo presupone ni cultura ni carácter; antes al contrario, esas dos cualidades resultan nocivas para el automatismo. De ahí que en aquellos sitios del paisaje de talleres donde se puja por el poder, éste sea adjudicado a aquél en quien la insignificancia está peraltada por una voluntad fuerte. En otro lugar volveremos a abordar este tema y en especial sus implicaciones morales.
Pero en la misma medida en que las actuaciones comienzan a perder interés desde la perspectiva de la psicología, en esa misma medida se tornan más significativas desde la perspectiva de la tipología. El ser humano penetra en unas circunstancias que él no abarca en seguida con su conocimiento consciente ya las que mucho menos aún configura – sólo con el paso del tiempo va adquiriendo la óptica que hace comprensible el espectáculo. Sólo entonces será posible el dominio. Antes de poder actuar sobre un proceso es preciso haberlo comprendido.
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