Los pitagóricos y las masas de imbéciles

jimcarreyLos pitagóricos eran una organización griega de astrónomos, músicos, matemáticos y filósofos, que creían que todas las cosas son, en esencia, números. ¿Nos hicieron un favor explicando el mundo en números?

El mundo vive absorto en los recuentos. En las profesiones, se mide la importancia por el número de títulos y másters del currículum profesional. Quien más tiene, se aduce casi como refranero popular, más sabe.

En las artes, el recuento no es ajeno. El músico que vende más millones de discos, que mantiene una audiencia fiel, es mejor artista que otro minoritario y de seguidores bohemios y descarriados; el escritor que saca a la venta una edición de un millón de ejemplares lo convierte en alguien más que excelso: necesario.

Las mejores playeras son las más caras; el número, de nuevo, es más alto. La tortilla más sabrosa es la que tiene más huevos; el helado más rico es el que tiene más bolas.

Gargantúa y Pantagruel se sentirían sublimes y henchidos de placer en esta realidad. Estos dos generosos bebedores y tragones no querrían volver al sueño de Rabelais. Vivirían en la notoriedad por el hecho de ser los más grandes; por comer más capones que un ejército de lanzeros bengalíes, beber más vino dulce que Boris Yeltsin o acabar con las plantaciones de tabaco. Paris Hilton los invitaría a sus fiestas y se alojaría un mes en la boca de Gargantúa, donde grabaría un nuevo encuentro erótico con su novio eventual.

Deducimos que el número asignado, mientras más tienda a infinito -porque siempre se puede crecer más: vender más discos, poner más huevos en la tortilla-, ¡más relevancia social!

La relevancia social sólo sirve para ganar dinero y verter más maná en el saco roto de la vanidad. Dinero y vanidad van de la mano como buenas primas hermanas.

Ocupémonos de la audiencia. Para convertirme en un objeto codiciado mi audiencia debe estar, en gran medida, de acuerdo conmigo. Sin embargo, es necesario que parte de ella no lo esté. La disparidad de criterios, la aceptación y la negación, son necesarias para crear una imagen sólida.

El mejor ejemplo en estos casos es, como casi siempre, la Coca  Cola. A pesar de ser acusada por sistemas sanitarios tan reputados como el sueco -que tuvo que ceder a la venta de Coca Cola por presiones de los EE.UU. en los años cincuenta del siglo pasado, cuando habían decidido prohibir su venta-, o  por su elefantismo, por ser perjudicial para la salud, etc. etc., sigue teniendo una imagen sólida en el mercado.

La marca, además, no se defiende en sus campañas publicitarias. Considera la crítica como parte del sistema. ¿Conoces a alguien que reconozca que, como bebida, es perjudicial, y aún así la consuma? Curioso, ¿no? No: forma parte de la audiencia fiel, sólo que ha decidido ser fiel criticando a la marca.

Tenemos ya dos supuestos para nuestro trabajo de campo: uno, la estadística nos adora. El segundo, una audiencia fiel, amplia y a la vez dividida, que nos bandea de héroes a villanos.

Una de las consecuencias de que el mundo se refleje en el recuento, es que los especialistas, los poseedores de conocimientos, no son los creadores de opinión. Partamos de que en las universidades se encuentra el conocimiento, a grandes rasgos. ¿Son los especialistas conocidos por el gran público? Apenas unos pocos divulgadores, como Noam Chomsky, Harold Bloom, Stephen Hawking  o Carl Sagan, han logrado trascender la barrera del experto recluído en su despacho.

Sin embargo, los opinólogos, sea cual sea el campo del que hablemos, están en primera línea de la información. Sus peticiones y sugerencias son atendidas en los mass media como un perro necesita un hueso. Como hay que justificar la necesidad de estos y la ausencia de los otros, los medios de comunicación se apresuran a alabar el lenguaje asequible de estos opinólogos. ¿Quién, a quienes somos legos en esta u otra materia, nos salvará de la manipulación o del error?

Nunca sabemos el grado de sesgo de una información. Una vez apartados los expertos, el campo está libre para que lo ocupe cualquiera que presente en la chapa adherida a su camiseta un número lo suficientemente alto.

¿Quién necesita a los poseedores de conocimiento? Más ejemplos fáciles y recurrentes: nadie necesita la opinión de expertos en música teniendo OT (un famoso programa de cantantes noveles) en la tontovisión. Para qué un comité de expertos en impacto medioambiental si un ayuntamiento ejecuta un parque marítimo incumpliendo las leyes de Costas. Volvemos a los números: los beneficios son un número demasiado grande como para obviarlo. Apilados uno encima de otro, la visión de todos esos billetes de cinco euros es apabullante.

¿Tenemos una zona del cerebro que genera endorfinas cuando es estimulada cuando pensamos en un número muy alto? Deberían hacer experimentos con chimpancés y ver si tienen menos erecciones mostrándoles una chimpancé con un número bajo pintado en su vientre que con una con un número muy alto.

Alejados los expertos del primer plano informativo, y teniendo a los opinólogos a sueldo -porque cobran por orientarnos, y eso es un esfuerzo titánico-, toda responsabilidad queda reducida a las masas. En el caso de que escucharan a los expertos, también, en última instancia, la seguirían teniendo.

Por ser masa social el estado, creado por nosotros y que mantenemos porque elegimos ese sistema de gobierno -fíjense cuánta mentira junta se puede decir en una sola frase-, debería darnos una compensación económica. A fin de cuenta, nuestras elecciones deciden tanto el modelo actual como el modelo al que nos dirigimos. Que tanta presión no tenga recompensa es absurdo. Ser masa social es una profesión de riesgo.

La siguiente cuestión de nuestro trabajo de campo es: ¿existen clases de masas sociales? ¿Podemos atomizarlas, maximizarlas, crear grupos afines o que se repudian entre sí? Claro, el recuento sigue vigente. ¿Existen, entonces,  las masas de imbéciles? Es decir, ¿podemos encontrar cientos de miles de personas que siguen a este u aquel producto, artista, ideología, religión, etc. y son estúpidas por hacerlo? Más importante aún:

¿Puede una persona normal convertirse automáticamente en imbécil al adherirse a una de estos corpúsculos de feliz imbecilidad? ¿Se incuba? ¿Cuánto tiempo se necesita para completar la transformación? ¿Se pasa, previamente, por una primera fase de capullo hasta que uno se transforma en un imbécil de campeonato? La cara de esas madres orgullosas no tiene precio.

Ejemplos sencillos los hay a miles. Los telepredicadores de la televisión estadounidense consiguen atraer a cientos de miles de personas y, además, consiguen que aporten dinero a su causa. Más allá de eso, detenidos por fraude y estafa, han salido de la cárcel y no sólo mantienen la masa de imbéciles, sino que se añaden más. Todo aquel que conozca a un imbécil puede invitarlo a participar de las reuniones. ¿Y quién no conoce alguno que otro? Es un negocio redondo.

¿Quiere todo esto decir que el número de imbéciles en el mundo es ilimitado? ¿Acaso existen campos secretos donde se cultivan imbéciles a granel? No lo descartemos aún. Si usted tiene un nivel cultural medio alto y está bien informado, sepa que es más propenso a las teorías conspirativas que si fuera lelo.

Habría que ser precavido antes de afirmar que tenemos una masa de seguidores elevada. Porque, ¿qué clase de masa es? No quiero imaginarme lo peor. Es probable que existan más de cien ilusos que duerman como bebés pensando que la masa de fieles que los adora posee un coeficiente intelectual de doscientos cuatro.

Sólo de pensarlo me dan ganas de despertarlos. Imagínese usted, le diría con tono grave, perseguido por cientos de miles de imbéciles, campo a través, una turba incontrolada a la espera de que las ilumine con sus sabias palabras. Rodeado en un tupido bosque sin salida, diga cualquier estupidez y será automáticamente bendecido, y si sus palabras fueran una imbecilidad tan grande como un eructo tras un vaso de soda, no se preocupe: sus propios imbéciles se preocuparán de rehacer el discurso o bien de transformarlo para que resulte ejemplificador.

A fin de cuentas, los imbéciles también deben servir para algo: una fábrica de reciclaje de ideas. Por un lado entran gilipolleces, por el otro salen máximas newtonianas.

Mejor tener cuidado con el bello número de fieles que le ha asignado la estadística y que no presuma demasiado pronto: no vaya a ser que un día lo rodeen por todas partes, y en su desespero por no morir aplastado comience a apartarlos uno a uno, mientras es  observado por sus sonrientes caras de imbéciles. Ellos, a fin de cuentas, lo consideran el más imbécil de todos.

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Sobre el Autor

Julio

La idea de este blog nació de la pasión por escribir y compartir con otros mis ideas. Me interesa la escritura creativa y la literatura en general, pero también la web 2.0, la educación, la sexualidad... Mi intención, en definitiva, es dar rienda suelta a mis pasiones y conocer las de otros; las tuyas. ¡Un saludo!

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