Los libros resisten, ahora y siempre, al invasor
No he podido dejar de percatarme que, entre otros artilugios, los iPhones, los Kindles y los reproductores de MP3 tienen la forma de un libro. No quiero decir con esto que las compañías tecnológicas hayan sido incapaces de innovar un diseño que lleva vigente siglos -o sí-. En todo caso, al menos una vez por generación se está llegando a la certeza de la muerte del libro. Y no crean que solo han copiado la forma: también intentan reflejar en sus productos esa relación íntima que se establece entre un lector y su libro.
Para un lector, un libro forma parte de los objetos de su vida, como lo es una cama, ciertas prendas de ropa o su juguete favorito de la infancia, y es muy capaz de recordar qué libro leía en determinados momentos de su vida. Al igual que sus películas favoritas, es capaz no solo de recordar sus lecturas maravillosas sino, también, ¡los fiascos! Los nuevos dispositivos de esta vida tan moderna intentan formar parte de nuestro entorno, pero de momento no encajan sino en las películas de ciencia ficción -el trabajo no cuenta como entorno, ¡el trabajo es el trabajo!-. No hay un motivo mayor por el que nos bombardean constantemente con lo cómodo, intuitivo y familiar que es tal o cual dispositivo. Sin embargo, ¡qué raro se nos haría decir que recordamos qué aplicación estábamos usando cuando nos dieron aquella noticia tan feliz! Sobre todo porque el libro ocupa un espacio físico, muchos libros ocupan mucho espacio físico, y la mayoría de estos dispositivos caben en casi cualquier lugar. No están y no se les espera. Pobres.
Como escritor, veo muy útil los smartphones, pero jamás podrán sustituir un libro. A veces cojo un libro de mi estantería, lo abro y al instante mi olfato detecta ese olor tan característico. Como un adicto, acerco el papel a la nariz y absorbo el olor. ¡Qué lindo es!, me digo mientras cojo un buen cojín y me dispongo a leerlo. Me ha sucedido estos días con la relectura de El guardián entre el centeno. Voy por la parte en la que al protagonista, Holden, ya lo han echado de Pencey y acaba de llegar a dormir al hotel. Lo único que me molesta de los libros es que se deterioran. Pero también se deteriora todo aquello que está vivo; nosotros también. Se deterioran los aparatos electrónicos; los ratones inalámbricos de repente dejan de funcionar porque se le acaban las pilas, la conexión del iPhone con la radio del coche es un desastre y siempre suena la misma canción… Por no hablar de los golpes o los problemas con la batería. Ya pueden estar horas buscando la batería del libro que no van a encontrarla y por favor, ¡no sean salvajes y con tal de llevarme la contraria destrocen el lomo, ahí no está tampoco!
Piénsenlo bien. Todas esas compañías en las ferias, intentando convencernos de que ya no tendremos que leer un libro jamás -¡cuántos alumnos de secundaria celebrando la noticia en clase!-, ya encontramos el remedio y el sustituto, insisten con esas campañas medidas por psicólogos, sociólogos y todos los ólogos del mundo mundial, como los vendedores ambulantes de los pueblos que llegaban al atardecer vestidos con levita y bombín que vendían un frasquito de sospechoso tono marrón oscuro que servía para curar la migraña, el mal de ojo, la menstruación, las cataratas, el reumatismo, la borrachera, hacía crecer la verdura en la tierra más árida y arrancaba de cuajo la lascivia. A continuación lo daban a probar a su compinche, un vivo de milagro, y ¡zas!, parecía funcionar… ¡o no! Y entonces, ya saben, hay que resetear el sistema operativo, ir a buscar ayuda a los foros de Internet, reclamarle al vendedor. No he visto jamás colas en las librerías para devolver libros, ya me entienden, aunque a mí me han regalado unos cuantos que con gusto devolvería de lo mal escrito que están.
Una de las pocas certezas que me está dando este momento histórico tan deprimente es que el libro, ese objeto tan viejo, hecho de un material que envejece y muere, es como una especie de bandera en una colina desierta, resistiendo al bombardeo enemigo con una cantimplora y un viejo fusil. Y no se crean ustedes, no se crean, que ver cómo todos esos imperios son incapaces de conquistarla no me hincha de orgullo. Quién iba a decirnos que los libros iban a ser el penúltimo reducto de una era más humana, ¡como si fuera magia! Desconozco la fórmula mágica que tomaban Astérix y Obélix, pero estoy convencido de que si Panorámix viviera hoy la escribiría en un libro. ¡Hay que resistir, ahora y siempre, al invasor!
[email_link]
Sin comentarios aún.
Añade tu Comentario